Para
muchas personas unas vacaciones en Cancún deben de ser algo así
como el paraíso en la tierra. Para otras tantas, es una imagen del
infierno. Y quizá por los mismos motivos. Cuando vamos a ver una
comedia de Jordi Galcerán sabemos que nos vamos a encontrar con
alguna sorpresa, y en Cancún resulta que el choque viene no tanto de
unos giros argumentales algo forzados, sino al encontrarnos con que
puede ser una misma persona la que ame y odie Cancún. Y, claro está,
cuando hablamos de Cancún estamos hablando de la vida.
Al
principio de la función nos situamos en el lado bueno de la foto,
alegría, desenfado, personajes desinhibidos, mucho cariño y besos
para todos. Pero solo con eso no podemos llegar a la hora y media.
Así que no tarda en surgir el conflicto. Una confesión descuidada,
un desliz que desencadena una riada de reproches, y ya tenemos armado
el lío. Enseguida tendremos uno juegos espacio-temporales y materia
de sobra para el equivoco y las situaciones más disparatadas. En
realidad el juego no se aleja mucho de planteamientos como el de La
vida en un hilo, la obra maestra de Edgar Neville (nos parece que es
un mejor referente que la explícitamente citada Peggy Sue se casó),
y aunque Galcerán siempre tiene gracia e ingenio, creemos que en
Cancún no logra sacarle a la historia todo el partido que prometía.
Lo
más extraño es que siendo Galcerán un maestro de la estructura
dramática (sus armazones siempre son a prueba de bombas), aquí se
dejé llevar un poco por las soluciones más fáciles, como ese
recurso casi final a las teorías de Einstein para explicar lo que no
necesitaba mayor desarrollo. De igual manera, algunas de las
reacciones de los personajes nos parecen poco convincentes, hay
escenas que están muy bien en sí mismas, pero que tienen poca
imbricación con el conjunto de la obra. Así, el momento de la
explosión de Vicente Romero está perfectamente escrita e
interpretada, pero no nos la acabamos de creer. Lo que antes era todo
un amor, de repente es un rencor violento. Y de acuerdo que pueden
producirse estos ataques de rabia por un odio contenido, pero no
porque le vengan bien al autor.
Así
seguirá pasando durante toda la obra: las situaciones incómodas,
entre oníricas y turbadoras que provoca un suceso sin explicación,
pueden hacerse algo indigestas, y sin embargo cada escena tiene sabor
e ideas refulgentes. La dirección de Gabriel Olivares sigue con
respeto las líneas maestras del texto sin atreverse a darle un mayor
toque de locura, quizá temeroso de que la situación se le vaya de
las manos. Como ya hacía Gerardo Vera con El crédito, Olivares ha
preferido mantener una supervisión casi invisible que permite el
lucimiento de los actores y que pretende evitar las situaciones más
incómodas por el simple procedimientos de pasarlas por alto. La
opción es legítima y más teniendo en cuenta que se trata de una
obra con una franca intención comercial. El resultado es en gran
medida satisfactorio, aunque quizá se quede corto.
Pero
Olivares sabe que además de con el seguro de vida que supone un
texto de Garcelán también cuenta con unos estupendos actores. María
Barranco da perfectamente el tono entre ingenua y maquiavélica, sin
temor a abusar de su innata vis cómica, a la que además añade unas
gotas de malicia muy auténtica. Vicente Romero salva las
contradicciones de su personaje haciendo casi un doble papel, al que
sin embargo dota de un carácter único e identificable. Aurora
Sánchez también está en el punto justo que se sitúa entre la
comedia más descarada y el control de daños, manteniendo la
compostura hasta la última réplica. Francesc Albiol va ganando peso
según avanza la función y saca todo el partido a los momentos en
los que su personaje puede demostrar lo que de verdad siente.
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