lunes, 13 de octubre de 2014

Cancún (Teatro Infanta Isabel)

Para muchas personas unas vacaciones en Cancún deben de ser algo así como el paraíso en la tierra. Para otras tantas, es una imagen del infierno. Y quizá por los mismos motivos. Cuando vamos a ver una comedia de Jordi Galcerán sabemos que nos vamos a encontrar con alguna sorpresa, y en Cancún resulta que el choque viene no tanto de unos giros argumentales algo forzados, sino al encontrarnos con que puede ser una misma persona la que ame y odie Cancún. Y, claro está, cuando hablamos de Cancún estamos hablando de la vida.

Al principio de la función nos situamos en el lado bueno de la foto, alegría, desenfado, personajes desinhibidos, mucho cariño y besos para todos. Pero solo con eso no podemos llegar a la hora y media. Así que no tarda en surgir el conflicto. Una confesión descuidada, un desliz que desencadena una riada de reproches, y ya tenemos armado el lío. Enseguida tendremos uno juegos espacio-temporales y materia de sobra para el equivoco y las situaciones más disparatadas. En realidad el juego no se aleja mucho de planteamientos como el de La vida en un hilo, la obra maestra de Edgar Neville (nos parece que es un mejor referente que la explícitamente citada Peggy Sue se casó), y aunque Galcerán siempre tiene gracia e ingenio, creemos que en Cancún no logra sacarle a la historia todo el partido que prometía.

Lo más extraño es que siendo Galcerán un maestro de la estructura dramática (sus armazones siempre son a prueba de bombas), aquí se dejé llevar un poco por las soluciones más fáciles, como ese recurso casi final a las teorías de Einstein para explicar lo que no necesitaba mayor desarrollo. De igual manera, algunas de las reacciones de los personajes nos parecen poco convincentes, hay escenas que están muy bien en sí mismas, pero que tienen poca imbricación con el conjunto de la obra. Así, el momento de la explosión de Vicente Romero está perfectamente escrita e interpretada, pero no nos la acabamos de creer. Lo que antes era todo un amor, de repente es un rencor violento. Y de acuerdo que pueden producirse estos ataques de rabia por un odio contenido, pero no porque le vengan bien al autor.

Así seguirá pasando durante toda la obra: las situaciones incómodas, entre oníricas y turbadoras que provoca un suceso sin explicación, pueden hacerse algo indigestas, y sin embargo cada escena tiene sabor e ideas refulgentes. La dirección de Gabriel Olivares sigue con respeto las líneas maestras del texto sin atreverse a darle un mayor toque de locura, quizá temeroso de que la situación se le vaya de las manos. Como ya hacía Gerardo Vera con El crédito, Olivares ha preferido mantener una supervisión casi invisible que permite el lucimiento de los actores y que pretende evitar las situaciones más incómodas por el simple procedimientos de pasarlas por alto. La opción es legítima y más teniendo en cuenta que se trata de una obra con una franca intención comercial. El resultado es en gran medida satisfactorio, aunque quizá se quede corto.


Pero Olivares sabe que además de con el seguro de vida que supone un texto de Garcelán también cuenta con unos estupendos actores. María Barranco da perfectamente el tono entre ingenua y maquiavélica, sin temor a abusar de su innata vis cómica, a la que además añade unas gotas de malicia muy auténtica. Vicente Romero salva las contradicciones de su personaje haciendo casi un doble papel, al que sin embargo dota de un carácter único e identificable. Aurora Sánchez también está en el punto justo que se sitúa entre la comedia más descarada y el control de daños, manteniendo la compostura hasta la última réplica. Francesc Albiol va ganando peso según avanza la función y saca todo el partido a los momentos en los que su personaje puede demostrar lo que de verdad siente.  

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