lunes, 15 de junio de 2015

Duet for one (Teatro Guindalera)

No lo recordamos muy bien, pero era algo así como una encuesta en el Guardian para saber por ver a qué actores leyendo una guía telefónica estaría dispuesta la gente a pagar una entrada. El resultado sí lo recordamos: David Tennant (whaaat?) y Judi Dench. Esto desde luego suena a exageración, como mucho a símbolo. Sí, claro, muchas veces por ver una buena actuación da lo mismo el texto interpretado, pero de ahí a llegar a esos extremos... Y sin embargo, después de ver lo de María Pastor en Duet for one nos hemos dado cuenta de que es cierto, de que con tal de ver a algunos actores en escena da igual que estos interpreten a Shakespeare o lean la lista de la compra: son capaces de transmitir todas las emociones humanas y no necesitan excusas argumentales. Por cierto, Tennant y Dench también estarían en nuestra selección.

Con esto no queremos decir que el texto de Tom Kempinski tenga el espesor dramático de un manual de mecánica, pero sí advertimos de que nuestra capacidad de apreciación se pudo ver comprometida por la absoluta entrega al prodigio que estábamos viendo realizar a Pastor. De nuevo nuestra mala memoria nos impide recordar con precisión la película homónima protagonizada por Julie Andrews, apenas podemos asegurar que nos gustó mucho y que era muy diferente a esta versión dirigida por Juan Pastor (incluso confesamos que antes de comprobarlo, creíamos que eran dos autores diferentes). El caso es que se trata de una obra sólida y bien construida, muy “profesional”, pero lo más destacado de ella es que permite lucirse a su protagonista con una variada y completa gama de registros. A veces no se debe exigir más.

La dirección de Juan Pastor es discretísima (por supuesto, lo decimos en el buen sentido), diáfana y casi anónima. Como el personaje que interpreta, su papel en la puesta en escena es simplemente dejar paso y dar aire para que Stephanie en ningún momento se sienta cohibida. Pero empecemos ya con los personajes. Como decimos el doctor Feldmand de Juan Pastor es durante gran parte de la función casi un invitado, un testigo impasible que recibe las confesiones de su paciente sin implicarse en absoluto. De hecho, y aunque en algún momento niega que sea un psicoanalista, lo cierto es que todas sus referencias pertenecen a esta esotérica disciplina, incluso se diría más, que es laconiano (¡pobre Stephanie!). Y no lo decimos solo por sus silencios y su frialdad, sino porque no se entera de nada. Y tiene delito, porque mira que Stephanie es clara en sus intenciones, sus motivaciones y sus quebrantos, pero el buen hombre no pilla ni una. Para rematar, Kempinski le concede dos momentos de reivindicación, pero en el primero solo soltará algunas grandes ideas de libro de autoayuda y en el segundo demostrará sin lugar a dudas que no sabe por dónde sopla el viento. Solo cuando momentáneamente deja aparte su asepsia profesional y deja atisbar su lado humano vemos en él algo más que un confesor sin alma.

Pero está bien que Feldman ocupe este lugar en la sombra, porque así resplandece Stephanie con todavía más brillantez. A ver cómo lo contamos. Pensando en ello, solo podemos comparar el trabajo de María Pastor con el de una Carmen Machi. Como ya dijimos de ella al hablar de La bella de Amherst, Pastor parece capaz de cualquier cosa, como Stan Getz con el saxo, que diría Cifu. Ya sea utilizando su extraordinaria voz o con su fantástica expresividad corporal (aquí la silla de ruedas no le priva lo más mínimo de su energía), con su increíble variedad gestual o el poder de sus ojos, Pastor no lleva por un río de sentimientos depurados y que nos llegan de manera límpida y arrolladora. El esquema de la Duet for one podría identificarse fácilmente con las cinco etapas de duelo, pero por mucho que este modelo sea artificial y falso, Pastor consigue que nos parezca tan real y sentido como si lo estuviéramos viviendo.


Pastor tiene el aura de Julia Roberts y la capacidad de seducción de Mary-Louise Parker, y aunque a lo largo de toda la obra desarrolla esta capacidad para hipnotizar al público y hacerse con su voluntad, hay especialmente dos escenas sublimes. La primera es cuando narra su primer encuentro con su marido. Es una de esas escenas en las que en una película sonarían los violines (o, en este caso, el violonchelo), pero que en el teatro nos dejó con la boca abierta. En realidad nos recordó más a ese maravilloso travelling de Cautivos del mal (uno de los mejores de la historia del cine) en el que mientras se rueda una escena todo el equipo queda fascinado por lo que se está desarrollando ante sus ojos. Lo que cuenta Stephanie puede parecer una trillada historia de flechazo, pero la manera de contarlo de Pastor logra encandilar de tal manera que puedes ver ese chispazo reproducirse ante tus ojos. El otro gran momento se produce cuando Stephainie cuenta qué significa la música para ella. De nuevo no se trata de una historia nueva, la pureza de la música que la hace superior a cualquier otra expresión humana, esa capacidad de la música para que a través de ella podemos atisbar al divinidad. Pero gracias a momentos como este podemos certificar que el teatro tampoco tiene nada que envidiar a la música. 

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