lunes, 19 de octubre de 2015

La gaviota (Teatro Vallé-Inclán)

Durante toda la primera parte de La gaviota no sabíamos muy bien si estábamos ante una obra de teatro o presenciando una performance modernuqui. Y no porque lo que pasaba en el escenario tuviera algunos elementos de semivanguardia, sino por lo que acontecía en el patio de butacas. Para empezar, un continuo trajín en las gradas. Primero para abajo, con una recolocación espontánea de espectadores que creían merecer un puesto mejor que el que habían pagado (o al que les habían invitado), además de un grupo de como una decena de personas que entró cuando la función ya (parecía) haber empezado. Y después, un movimiento proporcional e inverso hacia arriba de sufridores que no están hechos para padecer y que abandonaban la aventura a medias. Para completar el despropósito, a un inquieto espectador tampoco se le ocurrió mejor cosa que descender unos cuantos puestos cuando apenas faltaban unos pocos minutos para el intermedio. Todo esto solo se explica por la falta de respeto que se tiene en este país hacia la cultura. Si no te gusta una obra, te aguantas, que sabes a lo que has venido. Y si quieres, al final abucheas y pataleas, pero ponerse a molestar a los demás (actores y resto del público) es una falta de consideración propia de caprichosos maleducados (y que conste que los desertores no eran precisamente jovenzuelos). No frecuentamos esos ambientes, pero no creemos que en una misa (lo único comparable en solemnidad y aburrimiento al mal teatro), la gente se pire en mitad de la función dejando al curita con la palabra en la boca.

Pero este vaivén fue solo una parte de los incidentes que amargaron la representación. Una parte del público no veía bien los sobretítulos, mientra que otra no tenía ningún problema (al igual que hay sonidos solo perceptibles para gente que no llega a determinada edad, debe de ser que hay también un espectro lumínico discriminador). Martynas Nedzinskas (Treplev), que ya había avisado de muy malas pulgas para que se apagaran los móviles, se puso en una actitud de “y ahora qué” (al parecer la función anterior también había sido movidita). Se bajaron un poco las luces y los ánimos parecieron calmarse. Luego hubo tiros que causaron algunos saltos olímpicos, una música puesta a retumbar que provocó algún paro cardíaco y la llegada dicharachera de un espectador que hizo saltar todas las alarmas. Pero en la segunda parte la cosa se tranquilizó y como que perdió gracia.

Si todos estos incidentes trastornan al espectador, no sabemos lo que puede provocar en los actores. Se pierde concentración, ritmo y sobrevuela un malestar comprensible. En cualquier caso, nos perdimos esa gran obra de la que habló Marcos Ordóñez. Porque, sinceramente, y más allá de los sucesos comentados, La gaviota de Oskaras Koršunovas no nos convenció y además nos aburrió. Si lees los comentarios de Ordóñez es inevitable soñar con una función así, por fin un Chéjov fetén, depurado y pasional. Pero lo que nos encontramos (con todas las reservas circunstanciales), fue un montaje desvaído, con escenas poderosas, cierto, pero una falta fatal de cohesión, como si la obra funcionara a tirones, pero sin una concepción de conjunto. También tiene elementos chocantes, impropios de lo que entendemos por gran teatro. Por ejemplo, la Nina de Agnieszka Ravdo se presenta en la primera parte como una tontaina siempre sonriente, mientras que en su reaparición final se convierte en una figura espectral con el aspecto de vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Esto no es precisamente sutileza.


Hay momentos de innegable calidad, fogonazos que sin saber muy bien por qué te golpean y te enredan en su poder de convicción. En la obra se plantea la cuestión de la lucha entre el viejo arte convencional y un nuevo orden rompedor, y no se limita a exponerlo teóricamente sino que lo lleva a la práctica de una manera aparentemente radical, aunque ahora ese nuevo teatro parece una antigualla al menos tan desfasada como aquella a la que pretendía combatir. A situaciones de gran poder escénico, en las que los actores parecen recuperar la tensión y una esencia chejoviana profunda, se suceden otras que parecen no acabar nunca, repletas de disquisiciones redundantes y expuestas sin el menor brío. Échale la culpa al gobierno o a la influencia de los planetas, pera esta no fue la noche. 

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