Durante
toda la primera parte de La gaviota no sabíamos muy bien si
estábamos ante una obra de teatro o presenciando una performance
modernuqui. Y no porque lo que pasaba en el escenario tuviera algunos
elementos de semivanguardia, sino por lo que acontecía en el patio
de butacas. Para empezar, un continuo trajín en las gradas. Primero
para abajo, con una recolocación espontánea de espectadores que
creían merecer un puesto mejor que el que habían pagado (o al que
les habían invitado), además de un grupo de como una decena de
personas que entró cuando la función ya (parecía) haber empezado.
Y después, un movimiento proporcional e inverso hacia arriba de
sufridores que no están hechos para padecer y que abandonaban la
aventura a medias. Para completar el despropósito, a un inquieto
espectador tampoco se le ocurrió mejor cosa que descender unos
cuantos puestos cuando apenas faltaban unos pocos minutos para el
intermedio. Todo esto solo se explica por la falta de respeto que se
tiene en este país hacia la cultura. Si no te gusta una obra, te
aguantas, que sabes a lo que has venido. Y si quieres, al final
abucheas y pataleas, pero ponerse a molestar a los demás (actores y
resto del público) es una falta de consideración propia de
caprichosos maleducados (y que conste que los desertores no eran
precisamente jovenzuelos). No frecuentamos esos ambientes, pero no
creemos que en una misa (lo único comparable en solemnidad y
aburrimiento al mal teatro), la gente se pire en mitad de la función
dejando al curita con la palabra en la boca.
Pero
este vaivén fue solo una parte de los incidentes que amargaron la
representación. Una parte del público no veía bien los
sobretítulos, mientra que otra no tenía ningún problema (al igual
que hay sonidos solo perceptibles para gente que no llega a
determinada edad, debe de ser que hay también un espectro lumínico
discriminador). Martynas Nedzinskas (Treplev), que ya había avisado
de muy malas pulgas para que se apagaran los móviles, se puso en una
actitud de “y ahora qué” (al parecer la función anterior
también había sido movidita). Se bajaron un poco las luces y los
ánimos parecieron calmarse. Luego hubo tiros que causaron algunos
saltos olímpicos, una música puesta a retumbar que provocó algún
paro cardíaco y la llegada dicharachera de un espectador que hizo
saltar todas las alarmas. Pero en la segunda parte la cosa se
tranquilizó y como que perdió gracia.
Si
todos estos incidentes trastornan al espectador, no sabemos lo que
puede provocar en los actores. Se pierde concentración, ritmo y
sobrevuela un malestar comprensible. En cualquier caso, nos perdimos
esa gran obra de la que habló Marcos Ordóñez. Porque,
sinceramente, y más allá de los sucesos comentados, La gaviota de
Oskaras Koršunovas no
nos convenció y además nos aburrió. Si lees los comentarios de
Ordóñez es inevitable soñar con una función así, por fin un
Chéjov fetén, depurado y pasional. Pero lo que nos encontramos (con
todas las reservas circunstanciales), fue un montaje desvaído, con
escenas poderosas, cierto, pero una falta fatal de cohesión, como si
la obra funcionara a tirones, pero sin una concepción de conjunto.
También tiene elementos chocantes, impropios de lo que entendemos
por gran teatro. Por ejemplo, la Nina de Agnieszka Ravdo se presenta
en la primera parte como una tontaina siempre sonriente, mientras que
en su reaparición final se convierte en una figura espectral con el
aspecto de vendrá la muerte y tendrá tus ojos. Esto no es
precisamente sutileza.
Hay
momentos de innegable calidad, fogonazos que sin saber muy bien por
qué te golpean y te enredan en su poder de convicción. En la obra
se plantea la cuestión de la lucha entre el viejo arte convencional
y un nuevo orden rompedor, y no se limita a exponerlo teóricamente
sino que lo lleva a la práctica de una manera aparentemente radical,
aunque ahora ese nuevo teatro parece una antigualla al menos tan
desfasada como aquella a la que pretendía combatir. A situaciones de
gran poder escénico, en las que los actores parecen recuperar la
tensión y una esencia chejoviana profunda, se suceden otras que
parecen no acabar nunca, repletas de disquisiciones redundantes y
expuestas sin el menor brío. Échale la culpa al gobierno o a la
influencia de los planetas, pera esta no fue la noche.
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