martes, 13 de octubre de 2015

Reikiavik (Teatro Vallé-Inclán)

No tenemos ninguna duda de que Juan Mayorga podría ser un gran teórico. Uno de esos estudiosos capaces de iluminar con un estilo claro y preciso cuestiones largamente discutidas. Que podría ofrecer explicaciones meditadas y revolucionarias sobre los principios del teatro. Sus clases y libros serían una demostración de que ni los focos más potentes son capaces de alcanzar toda la profundidad de la escena. Pero por suerte Mayorga no es un teórico, sino un gran artista que ofrece su maestría no a través de brillantes ensayos, sino sobre las tablas. Como es un artista, sus obras no tienen nada de esquemáticas recreaciones de unos pensamientos originales y reveladores, sino que poseen entidad propia como creaciones vivas, que alcanzan ese punto, tan difícil de lograr, en el que el impacto de la tormenta de ideas no se lleva por delante la sensación de estar ante algo tangible, ese punto en el que el deslumbramiento ante el genio no provoca ceguera y aturdimiento, ese punto en el que, sin pecar de la autoconsciencia, el autor sabe que está en su plenitud.

Somo como somos, así que a menudo pensamos que una obra no está a nuestra altura. Otras veces nos abrumamos y podemos pensar que somos nosotros quienes no estaremos a la altura de la propuesta. Pero con Mayorga tenemos que poner todo de nuestra parte para no perder pie. Con Reikiavik Mayorga no ha inventado ningún género, pero sí que le ha dado tantas vueltas que lo ha dejado irreconocible. Si ya en otras ocasiones (como Himmelweg o El arte de la entrevista) había merodeado por los límites de la composición teatral clásica, superficialmente se podría decir que Reikiavik es como esas obras que reconstruyen encuentros célebres de personajes famosos (o viceversa). Por seguir la línea con obras con títulos de ciudades, podríamos poner el ejemplo de Copenhague, de Michael Frayn. Pero, por muy interesante que pueda ser el encuentro entre Fischer y Spassky por el campeonato mundial de ajedrez, las ambiciones de Mayorga son mucho mayores (si Fischer solo exageraba un poco cuando decía que él ganó la guerra fría, Mayorga podría decir sin que lo encerraran que él ha cambiado el teatro español contemporáneo). Aquí, si nos pusiéramos en plan teórico, empezaríamos a hablar de la vida como representación, del juego de las identidades, de la épica de las derrotas... Pero ya hemos dejado claro que preferimos las aceras a las nubes, así que nos quedaremos con el teatro en vena que supone Reikiavik, con ese espectáculo (en su más noble acepción) agotador para las neuronas pero vivificante como un chute de adrenalina.

Basta comparar la representación actual con el texto de Reikiavik editado por La uña rota hace solo un año para comprobar que los cambios son abundantes. Ya leímos en alguna ocasión a Mayorga contar que para él un texto nunca acaba de estar fijado, que para él la evolución es continua y, sobre todo, la intervención de los actores es crucial. En montajes como este, en el que el propio Mayorga se encarga de la puesta en escena, la introducción de ese elemento inestable a veces conocido como realidad es fundamental para que la representación alcance su estado sólido. Si la escritura de Mayorga es opulenta, su dirección es discreta, casi oculta. Con la colaboración de Alejandro Andujar en la escenografía y el vestuario consigue que unos poco elementos, entre lo abstracto y lo terrenal, crean un ambiente cotidiano. Con un sombrero o unas gafas logra que los personajes se multipliquen sin más indicaciones ni confusión. También la iluminación de Juan Gómez-Cornejo es sutil pero efectiva. Ni sobra nada ni nada se echa en falta.


Pero para que una obra como Reikiavik funcione, hacen falta unos actores superdotados, y tanto César Sarachu como Daniel Albaladejo lo dan todo para no quedarse atrás. Como si de un combate de boxeo se tratara, ambos se disponen a dejar sudor y sangre sobre las tablas en un enfrentamiento sin cuartel. La dificultad de sus papeles ya sería un reto de altura, con largas tiradas, continuos cambios de carácter y una velocidad supersónica, pero es que Sarachu y Albaladejo suman su capacidad para poner sosiego en mitad de la contienda, para dominar los amagos y los intercambios de golpes con una mezcla de defensa y ataque de grandes maestros. Son Waterloo y Bailén, y Fischer y Spassky, y muchos más, y nosotros, y ellos, y todo a la vez. Presenciando la batalla, la privilegiada Elena Rayos, en uno de esos papeles secundarios pero que se demuestran claves: si ella falla, todo se puede venir abajo. Pero no, cuando concluye la función vemos que hay heredero, que la eterna batalla seguirá desarrollándose, hasta la derrota final, siempre. 

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