No
tenemos ninguna duda de que Juan Mayorga podría ser un gran teórico.
Uno de esos estudiosos capaces de iluminar con un estilo claro y
preciso cuestiones largamente discutidas. Que podría ofrecer
explicaciones meditadas y revolucionarias sobre los principios del
teatro. Sus clases y libros serían una demostración de que ni los
focos más potentes son capaces de alcanzar toda la profundidad de la
escena. Pero por suerte Mayorga no es un teórico, sino un gran
artista que ofrece su maestría no a través de brillantes ensayos,
sino sobre las tablas. Como es un artista, sus obras no tienen nada
de esquemáticas recreaciones de unos pensamientos originales y
reveladores, sino que poseen entidad propia como creaciones vivas,
que alcanzan ese punto, tan difícil de lograr, en el que el impacto
de la tormenta de ideas no se lleva por delante la sensación de
estar ante algo tangible, ese punto en el que el deslumbramiento ante
el genio no provoca ceguera y aturdimiento, ese punto en el que, sin
pecar de la autoconsciencia, el autor sabe que está en su plenitud.
Somo
como somos, así que a menudo pensamos que una obra no está a nuestra
altura. Otras veces nos abrumamos y podemos pensar que somos nosotros
quienes no estaremos a la altura de la propuesta. Pero con Mayorga
tenemos que poner todo de nuestra parte para no perder pie. Con
Reikiavik
Mayorga no ha inventado ningún género, pero sí que le ha dado
tantas vueltas que lo ha dejado irreconocible. Si ya en otras
ocasiones (como Himmelweg
o El arte de la entrevista) había merodeado por los límites de la
composición teatral clásica, superficialmente se podría decir que
Reikiavik
es como esas obras que reconstruyen encuentros célebres de
personajes famosos (o viceversa). Por seguir la línea con obras con
títulos de ciudades, podríamos poner el ejemplo de Copenhague,
de Michael Frayn. Pero, por muy interesante que pueda ser el
encuentro entre Fischer y Spassky por el campeonato mundial de
ajedrez, las ambiciones de Mayorga son mucho mayores (si Fischer solo
exageraba un poco cuando decía que él ganó la guerra fría,
Mayorga podría decir sin que lo encerraran que él ha cambiado el
teatro español contemporáneo). Aquí, si nos pusiéramos en plan
teórico, empezaríamos a hablar de la vida como representación, del
juego de las identidades, de la épica de las derrotas... Pero ya
hemos dejado claro que preferimos las aceras a las nubes, así que
nos quedaremos con el teatro en vena que supone Reikiavik, con ese
espectáculo (en su más noble acepción) agotador para las neuronas
pero vivificante como un chute de adrenalina.
Basta
comparar la representación actual con el texto de Reikiavik
editado por La uña rota hace solo un año para comprobar que los
cambios son abundantes. Ya leímos en alguna ocasión a Mayorga
contar que para él un texto nunca acaba de estar fijado, que para él
la evolución es continua y, sobre todo, la intervención de los
actores es crucial. En montajes como este, en el que el propio
Mayorga se encarga de la puesta en escena, la introducción de ese
elemento inestable a veces conocido como realidad es fundamental para
que la representación alcance su estado sólido. Si la escritura de
Mayorga es opulenta, su dirección es discreta, casi oculta. Con la
colaboración de Alejandro Andujar en la escenografía y el vestuario
consigue que unos poco elementos, entre lo abstracto y lo terrenal,
crean un ambiente cotidiano. Con un sombrero o unas gafas logra que
los personajes se multipliquen sin más indicaciones ni confusión.
También la iluminación de Juan Gómez-Cornejo es sutil pero
efectiva. Ni sobra nada ni nada se echa en falta.
Pero
para que una obra como Reikiavik
funcione, hacen falta unos actores superdotados, y tanto César
Sarachu como Daniel Albaladejo lo dan todo para no quedarse atrás.
Como si de un combate de boxeo se tratara, ambos se disponen a dejar
sudor y sangre sobre las tablas en un enfrentamiento sin cuartel. La
dificultad de sus papeles ya sería un reto de altura, con largas
tiradas, continuos cambios de carácter y una velocidad supersónica,
pero es que Sarachu y Albaladejo suman su capacidad para poner
sosiego en mitad de la contienda, para dominar los amagos y los
intercambios de golpes con una mezcla de defensa y ataque de grandes
maestros. Son Waterloo y Bailén, y Fischer y Spassky, y muchos más,
y nosotros, y ellos, y todo a la vez. Presenciando la batalla, la
privilegiada Elena Rayos, en uno de esos papeles secundarios pero que
se demuestran claves: si ella falla, todo se puede venir abajo. Pero
no, cuando concluye la función vemos que hay heredero, que la eterna
batalla seguirá desarrollándose, hasta la derrota final, siempre.
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