Al
regresar al Teatro de la Comedia para ver El alcalde de Zalamea,
después de trece años de dilatada espera, la sensación es extraña.
Como cuando vuelves a un lugar que no visitabas desde que eras
pequeño (y no es el caso), el teatro parece haber encogido. Si las
funciones que más nos han gustado seguramente se han visto
engrandecidas aún más por el embellecimiento del recuerdo,
parecería que, de manera simbólica, después de haber frecuentado
tanto el Pavón nuestros sentidos también nos estaban engañado en
materia de proporciones. En cuanto al resultado de la reforma: lo de
siempre: tanto tiempo para esto: entre hortera y provinciano (lo
cual, después de todo, no está tan lejano de la esencia de Madrid,
la más grande de las ciudades provincianas). Esperemos que con el
tiempo el teatro adquiera una pátina que le devuelva su pedigrí y
que se apaguen un poco los agresivos colorinchis.
Todavía
más años hace de la versión de El
alcalde de Zalamea
que dirigió Sergi Belbel en este mismo escenario, de la que
sinceramente solo retenemos algunos fulgores (aquí la memoria ni ha
engrandecido ni ha achicado). Que sea una obra de Calderón la
elegida para reabrir la Comedia es una decisión comprensible (ya
Marsillach decidió inaugurar la Compañía Nacional de Teatro
Clásico con El
médico de su honra),
aunque desde luego no arriesgada. Pero bueno, esto es casi más
cuestión de azar (tantas veces se ha visto postergada la reapertura)
que de planificación, así que el resultado de la lotería no ha
estado mal. De todas maneras, ojalá Helena Pimenta hubiera tenido la
misma prudencia a la hora de realizar la puesta en escena, tan
irregular en sus resultados, en los que combina ideas respetables y
escenas de mucho mérito con salidas que rayan el esperpento.
Así,
después del excelente monólogo de Isabel después de su violación,
contenido y explosivo a la vez, sin alardes pero virtuoso, la
directora se marca una de esas ocurrencias que dan mala fama al
teatro, un bailecito y unas exclamaciones tipo ándale ándale
totalmente fuera de tono. Hablando de tonos, la música de la función
es su punto más detestable. Ignacio García no se ha mostrado muy
atinado, pero es que al parecer a Pimenta le debió de gustar mucho
el experimento de Blanca Portillo en La
vida es sueño
y nos encasqueta unos numeritos vocales de un gran poder enervante
(en su peor acepción). Los habitualmente excelentes Pedro Moreno,
Juan Gómez-Cornejo y Max Glaenzel, de lo mejorcito del teatro actual
en vestuario, iluminación y escenografía, tampoco se muestran aquí
especialmente inspirados y su trabajo es poco original, cuando no
plano.
Dicho
esto, como ya apuntábamos este montaje de El
alcalde de Zalamea
también tiene momentos excelentes. Sin ninguna duda, lo que
permanecerá en nuestro recuerdo y será debidamente exaltado, son la
escenas que comparten Carmelo Gómez y Joaquín Notario. Como si
fueran dos personajes fordianos, de vuelta de todo pero íntegros y
confiables, el alcalde y Don Lope se pasean por las tablas con un
dominio de la escena y un saber estar formidables. Gómez tiene una
dicción y una voz superlativas. En él el verso tiene una
naturalidad que pocas veces hemos disfrutado, en absoluto forzado ni
artificial. Notario, que ya fue Pedro Crespo en otro producción de
la CNTC, se sabe el repertorio al dedillo y ha alcanzado un punto de
madurez en el que borda cualquier personaje que le echen. Pero si
ambos son unos monstruos escénicos, cuando están juntos saben que
su fuerza más que sumarse se multiplica, ahora tenemos la sensación
de que esto no es una reconstrucción más o menos fiel, más o menos
innovadora, esto es teatro de verdad, vivo.
Con
Nuria Gallardo y Rafa Castejón hay un problema evidente, y es que su
edad no se aproxima a la de sus personajes ni echándole toda la
imaginación del mundo. Esta rémora es especialmente notable en la
primera parte del espectáculo, la más ligera y divertida. Cuando la
cosa se pone serie y el drama se desborda, ambos son capaces de tomar
las riendas de sus personajes y darles una profundidad acorde con la
gravedad exigida. Pero lo cierto es que el quiasmo entre comedia y
tragedia es demasiado acusado, y hace que nos fijemos demasiado en la
sobreabundancia de “graciosos” de la primera parte, aunque el
trabajo de los intérpretes sea fino. David Lorente (después de una
primera escena un poco difícil de entender) es un Rebolledo tunante
y picaresco, siempre divertido y maleable. La pareja que forman
Francesco Carril y Álvaro de Juan, mezcla de Don Quijote y Sancho
con el Lazarillo de Tormes, también hace disfrutar con unas
intervenciones divertidas y ajustadas. El papel de malo de la
película le toca a Jesús Noguero, igualmente notable en su dicción
y que no desmerece en las escenas más tensas.
Sinceramente creo que el montaje no aporta nada a la historia de la puesta en escena del teatro español. Sin ningún riesgo y excesivamente clásica.
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