lunes, 21 de marzo de 2016

La distancia (Teatro Galileo)

El teatro actual parece haberse autoimpuesto unas limitaciones que van más allá del peso de la tradición y que limitan su alcance de una manera que nos parece empobrecedora. No hablamos solo de que siempre estemos con Shakespeare, Chéjov y las mismas cuatro obras de Lope, o de que en 2.500 años apenas haya variado su estructura, asuntos que ya de por sí darían para largas y ásperas discusiones, sino de una simple cuestión de género: es como si al teatro le diera miedo ir más allá del drama o la comedia. Si dejamos aparte el musical, que es un mundo aparte, apenas hay cabida para otra clase de espectáculos, aunque sean tan populares como el de intriga, a menudo degradado a la categoría de subgénero decadente. Mucho menos para territorios más ambiciosos y que la narrativa y el cine están sabiendo aprovechar, agrandando las fronteras de la representación, como son el documental y la autoficción (con el camino abierto por Robert Lepage todavía apenas transitado): cierto, algunos ejemplos hay, pero tan extraordinarios que cuando se producen alcanzan la categoría de sucesos, cuando debería ser lo normal. Y no hablamos de sustituir a unos por otros, sino de algo tan apreciable como la variedad. ¿Cuántas veces hemos visto la misma obra de teatro, con el mismo título o diferente? Y es verdad que eso también pasa con la literatura o el cine, pero habíamos quedado en que el teatro debería ser algo único. Lo cierto es que más allá de autores o géneros, lo que casi siempre le falta al teatro, un medio tan audaz en sus proclamas como conservador en su historia, es misterio.

Y eso es lo que nos encontramos en La distancia. No exactamente el misterio de “quién lo hizo”, una investigación policíaca para descubrir al culpable, sino una sensación de extrañamiento, de no saber muy bien qué está pasando y de tener que ir completando por tu propia cuenta el puzle que te plantea Pablo Messiez. En realidad, la historia que cuenta La distancia tampoco se aleja mucho de ciertas convenciones, pero su punto fuerte está en la manera en la que está narrada. Seguro que ni Samanta Schweblin ni el propio Messiez lo tuvieron en cuenta (quizá la referencia más obvia es David Lynch), pero a nosotros nos recordó mucho al estilo de Steven Moffat: nos encontramos los mismos saltos temporales (y no hablamos de los viajes en el tiempo del Doctor Who), los juegos con el punto de vista, las pistas dispersas que van cobrando sentido si estás lo suficientemente atento, las pizcas de terror, sutiles pero muy efectivas, y, volvemos al misterio, esa sensación de inquietud que produce el no saber qué pasó ni que pasará mezclado con la certeza de que no será nada bueno. Se trata de esa sensación de ver el teatro de puntillas, con un desconcierto creciente en el que el espectador, cuanto más sabe de la historia, menos seguro se siente de comprenderla de verdad. Un estado de desasosiego que Messiez logra trasmitir con pequeños apuntes, sin cargar las tintas ni pasarse de listo: él pone las reglas, pero eres tú quien tiene que resolver el acertijo.


Sin embargo, por mucho que apreciáramos la versatilidad y la valentía de Messiez en la adaptación del texto y en la dirección de escena, La distancia no terminó de encandilarnos como han hecho las otras puestas del autor, dejándonos la sensación de que podía haber llegado todavía más lejos. Y es que encontramos ciertos desequilibrios en las actuaciones que sobrepasan la extrañeza para, en algunos momentos, sacarnos de la historia. María Morales no sufre de estas inconsistencias y está bien de principio a fin, primero dando calma y el punto de sosiego necesario para anclar el desbordante inicio de la narración, para más tarde aportar los grados justos de desesperación y amargura. Frente a la templanza de Morales, Luz Valdenebro arranca a toda velocidad, con la necesidad de quitarse de encima la culpa que siente y que amenaza con destruirla a ella y a todo su mundo. Este desgaste de energía hará que a partir de entonces parezca ir difuminándose, perdiendo su espacio en la pintura. Fernando Delgado tiene el personaje a la vez más turbador y menos detallado. Aunque siempre está ahí, como propulsor de la historia y centro de la misma, es más una evocación que una presencia. Estefanía de los Santos tiene el difícil reto de encarnar primero a una bruja un poco de carnaval, lo cual no se ajusta al tono de la representación, y después a una niña, con los problemas de verosimilitud que esto siempre provoca. Quizá por eso, en la escena final, que tanto recuerda a la de Los ojos, no encontramos la convicción necesaria para defender un momento vital. Después de haber disfrutado tanto con una obra diferente y generosa, nos quedamos con la impresión de que había faltado una expresión más contundente de otro elemento esencial para producir gran teatro: emoción. 

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