El
teatro actual parece haberse autoimpuesto unas limitaciones que van
más allá del peso de la tradición y que limitan su alcance de una
manera que nos parece empobrecedora. No hablamos solo de que siempre
estemos con Shakespeare, Chéjov y las mismas cuatro obras de Lope, o
de que en 2.500 años apenas haya variado su estructura, asuntos que
ya de por sí darían para largas y ásperas discusiones, sino de una
simple cuestión de género: es como si al teatro le diera miedo ir
más allá del drama o la comedia. Si dejamos aparte el musical, que
es un mundo aparte, apenas hay cabida para otra clase de
espectáculos, aunque sean tan populares como el de intriga, a menudo
degradado a la categoría de subgénero decadente. Mucho menos para
territorios más ambiciosos y que la narrativa y el cine están
sabiendo aprovechar, agrandando las fronteras de la representación,
como son el documental y la autoficción (con el camino abierto por
Robert Lepage todavía apenas transitado): cierto, algunos ejemplos
hay, pero tan extraordinarios que cuando se producen alcanzan la
categoría de sucesos, cuando debería ser lo normal. Y no hablamos
de sustituir a unos por otros, sino de algo tan apreciable como la
variedad. ¿Cuántas veces hemos visto la misma obra de teatro, con
el mismo título o diferente? Y es verdad que eso también pasa con
la literatura o el cine, pero habíamos quedado en que el teatro
debería ser algo único. Lo cierto es que más allá de autores o
géneros, lo que casi siempre le falta al teatro, un medio tan audaz
en sus proclamas como conservador en su historia, es misterio.
Y
eso es lo que nos encontramos en La distancia. No exactamente el
misterio de “quién lo hizo”, una investigación policíaca para
descubrir al culpable, sino una sensación de extrañamiento, de no
saber muy bien qué está pasando y de tener que ir completando por
tu propia cuenta el puzle que te plantea Pablo Messiez. En realidad,
la historia que cuenta La
distancia
tampoco se aleja mucho de ciertas convenciones, pero su punto fuerte
está en la manera en la que está narrada. Seguro que ni Samanta
Schweblin ni el propio Messiez lo tuvieron en cuenta (quizá la
referencia más obvia es David Lynch), pero a nosotros nos recordó
mucho al estilo de Steven Moffat: nos encontramos los mismos saltos
temporales (y no hablamos de los viajes en el tiempo del Doctor Who),
los juegos con el punto de vista, las pistas dispersas que van
cobrando sentido si estás lo suficientemente atento, las pizcas de
terror, sutiles pero muy efectivas, y, volvemos al misterio, esa
sensación de inquietud que produce el no saber qué pasó ni que
pasará mezclado con la certeza de que no será nada bueno. Se trata
de esa sensación de ver el teatro de puntillas, con un desconcierto
creciente en el que el espectador, cuanto más sabe de la historia,
menos seguro se siente de comprenderla de verdad. Un estado de
desasosiego que Messiez logra trasmitir con pequeños apuntes, sin
cargar las tintas ni pasarse de listo: él pone las reglas, pero eres
tú quien tiene que resolver el acertijo.
Sin
embargo, por mucho que apreciáramos la versatilidad y la valentía
de Messiez en la adaptación del texto y en la dirección de escena,
La
distancia
no terminó de encandilarnos como han hecho las otras puestas del
autor, dejándonos la sensación de que podía haber llegado todavía
más lejos. Y es que encontramos ciertos desequilibrios en las
actuaciones que sobrepasan la extrañeza para, en algunos momentos,
sacarnos de la historia. María Morales no sufre de estas
inconsistencias y está bien de principio a fin, primero dando calma
y el punto de sosiego necesario para anclar el desbordante inicio de
la narración, para más tarde aportar los grados justos de
desesperación y amargura. Frente a la templanza de Morales, Luz
Valdenebro arranca a toda velocidad, con la necesidad de quitarse de
encima la culpa que siente y que amenaza con destruirla a ella y a
todo su mundo. Este desgaste de energía hará que a partir de
entonces parezca ir difuminándose, perdiendo su espacio en la
pintura. Fernando Delgado tiene el personaje a la vez más turbador y
menos detallado. Aunque siempre está ahí, como propulsor de la
historia y centro de la misma, es más una evocación que una
presencia. Estefanía de los Santos tiene el difícil reto de
encarnar primero a una bruja un poco de carnaval, lo cual no se
ajusta al tono de la representación, y después a una niña, con los
problemas de verosimilitud que esto siempre provoca. Quizá por eso,
en la escena final, que tanto recuerda a la de Los ojos,
no encontramos la convicción necesaria para defender un momento
vital. Después de haber disfrutado tanto con una obra diferente y
generosa, nos quedamos con la impresión de que había faltado una
expresión más contundente de otro elemento esencial para producir
gran teatro: emoción.
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