El
espectador que se acerca a ver Celestina (¿qué fue de los
artículos? Con tal de aparentar que sabemos inglés acabaremos por
hablar como los indios de las películas, solo que con gerundios en
lugar de infinitivos) cree que lo tiene ya todo hecho: con una obra
como la de Fernando de Rojas y un director y protagonista como José Luis
Gómez, nada puede salir mal. El problema llega cuando los
responsables tienen la misma sensación: entonces es casi seguro que
todo saldrá mal. Y, efectivamente, esta Celestina
está solo a unos milímetros del desastre absoluto.
Esperamos
que fuera solo mala suerte, pero la función que presenciamos,
incluidos continuos y variados fallos técnicos, parecía más una
fase muy previa de ensayos que una obra ya lista para su presentación
en sociedad. Sin duda, el hecho más llamativo es que Gómez (no hace
falta decir que es uno de los mejores actores del país), pareciera
no saberse su papel (¿esos gestos repetidos de llevarse la mano a la
oreja indicaban la necesidad de un pinganillo?). Aunque a lo mejor es
que ha llevado la naturalidad a un nuevo nivel: esto sí que es como
si estuviera inventándose el diálogo en directo.
Con
la perplejidad en la boca y en las mientes, las demás
consideraciones sobre la obra quedan en un segundo plano. Sí, las
pretensiones estéticas (ese tenebrismo pavoroso) alcanza por
momentos una plasticidad tétrica de gran efectividad. Cierto, es
interesante la mezcla práctica (quizá demasiado tomada al pie de la
letra) de tragedia y comedia, con una Celestina convertida más en
víctima que en diablo, aunque el guiño constante acabe por tener un
punto chocarrero. Es verdad, hay que admitir que el resto del elenco
se muestra esforzado y profesional (destaca Raúl Prieto, en los dos
mejores por más divertidos momentos de la función y da un poco de
coraje el papelón que le cae a Chete Lera, quien tiene que esperar
más de dos horas para reaparecer y provocar las ansias homicidas del
respetable con su intempestivo discurso final).
Pero
todo queda ensombrecido por la falta de ritmo, por la sensación de
desencabalgamiento, de que las escenas se suceden sin continuidad,
por la acumulación de lapsus, por las pisadas, la frialdad que
invade el escenario en los momentos de supuesta exaltación. En fin,
por la sensación de haber asistido a una tomadura de pelo.
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