Antes
de ir a ver una obra de Juan Mayorga es conveniente prepararse bien:
dormir como mínimo ocho horas más siesta, alimentarse con productos
sanos y nutritivos e incluso hacer algo de ejercicio: ir andando al
teatro, por ejemplo. Vamos, para el aficionado teatral es el
equivalente a jugarse la Liga. Porque sabes que si te dejas, podrás
disfrutar de una buena tarde de teatro en el sentido clásico, pero
si quieres estar a la altura, también tú tendrás que poner lo
mejor de ti, máxima concentración y un estado de alerta permanente
para no perderte ninguna pista. Luego el resultado puede ser como
este comentario, incapaz de ejecutar un análisis como el que se
merecería. Pero al menos lo hemos intentado, como se consuelan los
perdedores.
Una
vez ya en el teatro, el choque que se experimenta es inmediato. El
punto de partida de Animales nocturnos es a la vez tan sencillo y
primario que apela a un sentimiento que escapa a cualquier intento de
racionalización. La idea genial de Mayorga (de esas que solo después
de expuestas parece evidente) es convertir a un marginado, un
mediocre, en un persona con el control sobre existencias ajenas
gracias a una ley bárbara e inhumana. El hombre bajo insiste en que
su intención no es humillar, en que siempre respetará los derechos
del otro (como suelen proclamar esas leyes tan benévolas), pero lo
que en realidad está haciendo es convertirse en el amo de un esclavo
que debe estar siempre a su disposición, aunque sea para realizar
las tareas más nimias.
Ante
la injusticia, solo cabe la sumisión o la rebelión. Y ese será el
punto sobre el que bascule toda la obra, con unas posturas que
encarnan el hombre y la mujer altos, sin que los personajes se
conviertan en muñecos inanimados (sin alma), pero a través de los
cuales queda clara la disyuntiva que obliga a elegir, a definirse, a
ser. Y es aquí donde se produce uno de esos ensanchamientos que
hacen de Mayorga un autor extraordinario: el hombre alto, pese a
sufrir esta reducción en su libertad y situarse en una posición de
inferioridad, también encuentra en el hombre bajo algo parecido a un
amigo, un enemigo íntimo, podríamos traducir la situación. Ni tan
siquiera se trata del síndrome de Estocolmo, sino de una compartida
sensación de desamparo que iguala lo que la ley ha intentado
convertir en estratificación.
La
complejidad de la obra se ve enriquecida con la participación de las
mujeres, que al mismo tiempo que permiten conocer la intimidad de los
hombres, tienen sus propias vicisitudes. Si el hombre alto expresa la
rendición, el asumir las propias limitaciones para conformarse con
lo que hay, la mujer alta se enfrenta a lo inevitable (¿determinismo
vs. libre albedrío?). Para ella está claro que es preferible la
explosión que la decadencia, la esperanza quizá baldía en la
libertad que la capitulación ante el poder. La mujer baja realizará
un viaje repleto de vaivenes, pero en su caso la energía que le
queda para romper con todo no será tan fuerte como para dar el paso
definitivo, para ella será suficiente con un cambio superficial para
que la estabilidad la permita seguir tirando.
Frente
a ese vendaval que fue Reikiavik, el tempo elegido por Carlos Tuñón
para Animales
nocturnos
es pausado, reflexivo, incluso por momentos cae en la quietud
contemplativa, como si quisiera transmitir las mismas sensaciones que
tienen los personajes cuando visitan zoo. Se trata de una opción
válida, pero el verdadero problema viene con los continuos cambios
que requiere la escenografía, que resulta un poco artificiosa. Está
bien la idea de esos compartimentos que van desplegando diversos
artilugios según las necesidades, pero estéticamente queda un poco
chocante lo de meter a los personajes en cubículos tan pequeños (y
la implicación simbólica es redundante) y respecto al ritmo de la
función perjudica el libre fluir por las necesidades técnicas.
Pablo
Gómez-Pando es un hombre alto (qué raro suena dicho así) enérgico
hacia fuera y casi hundido hacia dentro, alguien que ha sido y que
espera ser, pero que de momento solo puede estar, que es a la vez un
derrotado y la figura que el hombre alto envidia. Gómez-Pando logra
que sus momentos de expansión tengan un aire impostado sin ser
sobreactuados, mientras que en los momentos más íntimos transmite
desazón con un fondo de resistencia que se va apagando. Jesús
Torres es un hombre bajo de esos que transmiten frialdad y temor sin
aspavientos, sin mostrar la más mínima emoción, uno de esos
personajes que te ponen nervioso con su sola presencia. Viveka
Rytzner, por el contrario, es emoción a flor de piel, insatisfacción
perpetua y ganas de mejorar. En una obra en la que subyace el
concepto de imaginación y creatividad como uno de sus elementos más
misteriosos (la capacidad de la palabra para crear realidades), la
mujer alta de Rytzner es la manifestación más tangible. Al otro
lado, Irene Serrano es como un fantasma, una mujer sumida en la
depresión, que trata de recuperar una ilusión que quizá jamás
existió y que solo podrá construir su futuro transformándose ella
misma en carcelera, junto a su hombre ideal.
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