Durante la primera escena de Todos eran mis hijos, nada hace indicar que nos estamos preparando para una Tragedia con mayúsculas, una historia a la que no le falta nada, desde la grandeza dramática de las pérdidas más íntimas hasta la pequeñez de la miseria que anida en unos personajes que se dejan llevar por la ilusión para recubrir su mezquindad de honorabilidad.
Acorde con este estilo ligero, al principio más que en como en una obra de Miller, los actores hablan como en una screwball comedy, pisándose las frases y repartiendo ideas brillantes. A lo largo de la obra, la tensión se verá a menudo contrapesada por momentos de una comicidad algo desconcertante, pero seguramente necesaria para aliviar tanta crispación.
Después del milagro de La omisión de la familia Coleman, Claudio Tolcachir no ha ido por lo fácil y ha elegido una obra en la que hay que tentar con mucha precaución para no caer en los extremos del melodrama o del sermón. Y logra un nuevo éxito con una función que transcurre sin descanso y con grandes momentos dramáticos. El día de la última representación el teatro estaba lleno hasta arriba (incluidos lugares donde nunca antes se había visto a público) y la sensación final era que había convencido.
Gran parte del mérito de éste éxito lo tienen Carlos Hipólito y Gloria Muñoz. El primero, que ya sólo tiene como rival a Francesc Orella para llevarse los mejores papeles, vuelve a estar perfecto en un personaje que el espectador quiere querer, pero que en el fondo sabe que es un maldito. Él podría ser todos los padres. Gloria Muñoz lo tiene todavía más difícil con un personaje lleno de incoherencias, pero lo saca adelante con una fuerza que saca a los demás personajes de escena cuando ella ocupa el centro.
Con estos compañeros, la pareja joven lo tenía difícil para aguantar el tirón. Fran Perea se esfuerza (quizá de manera demasiado evidente) y Manuela Velasco resplandece, pero hay pocos actores de su edad que puedan aguantar la comparación con Hipólito y Muñoz, así que mejor no lo hagamos. El resto del reparto tiene que hacerse cargo de unos personajes poco más que complementarios, y Jorge Bosch, el más relevante, tiene que esforzarse todavía más que Perea para hacer creíble su papel.
Más allá del interesante tema de la responsabilidad de los que se enriquecen con las guerras no ajenas, lo que queda de Todos eran mis hijos es esa imposible reconciliación entre los sentimientos paterno-filiales y la moral social. Por eso cuando se escucha el tiro en off, se lamenta todo lo que ha pasado, pero se sabe que era lo que tenía que pasar.
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