Un
comentario muy repetido a la salida de las representaciones teatrales
suele ser ese de “parece un montaje de fin de curso”. Es una
frase que nos parece injusta y poco respetuosa con los profesionales:
la obra puede salir mejor o peor, pero despreciar el esfuerzo y las
ganas puestos en su trabajo desde la (in)cómoda butaca es jugar con
ventaja. Sin embargo, y sin querer contagiarnos de ese tono
despreciativo, sí que diríamos que por momentos Veinticinco años menos un día parece el producto de una aventajada compañía
estudiantil. Para contrarrestar esta mala impresión, también
debemos decir que el público tenía el mismo entusiasmo, al menos,
que si estuviera compuesto por la asociación de padres. Y si muchas
veces criticamos a un público bravista que nos parece víctima
de imposturas y de modas, en este caso el entusiasmo se notaba
sincero y las carcajadas, para nosotros desproporcionadas, salidas
del alma.
En
un principio la propuesta nos interesó. Siempre nos han gustado
estos juegos metateatrales, los actores como protagonistas y una
interacción inocente con el espectador. Además, RichardCollins-Moore está encantador en su presentación y los primeros
juegos escénicos son divertidos. El problema surge cuando se hace
evidente que no hay nada más. Que la inclusión de expresiones
inglesas van a continuar toda la obra y supuestamente nos van a hacer
gracia. Que los gestos histriónicos dictados por las acotaciones se
van a convertir en recurrentes. Y, sin embargo, la historia en ningún
momento va a ir más allá de una parodia de no sé sabe muy bien
qué.
Lo
que más nos irritaba es que el público parecía pasárselo en
grande (y nosotros no). Cuando Joserra Leza bate el récord de silencio escénico por
primera vez, los espectadores no paran de reírse durante tres
minutos y treinta segundos sin que sepamos por qué. Pero poco
después Ana Fernández vuelve a hacerlo, las risas continúan, y
nosotros frustrados. Los actores también parecen estar pasándoselo
fenomenal (y desde luego debe de ser fenomenal tener una acogida
así), y nosotros nos preguntamos si una obra de este tipo no tendría
más sentido en un teatro comercial y no en el Español.
Para
que una parodia funcione, una condición imprescindible, a nuestro
entender, es conocer perfectamente el objeto a parodiar. Pero en este
caso, burlarse de las obras a lo Noël Coward no parece tener mucho
sentido. La puesta en escena parece querer mezclar el frívolo mundo
de las comedias ligeras británicas con un toque diríamos que
perturbador, que vendría del cuento de Cortázar en el que la obra
tiene su inspiración. Pero no es que ambos mundos choquen (lo que
podría tener su interés), sino que en ningún momento da la
sensación de que ni Antonio Álamo ni Pepa Gamboa hayan sabido dar
con el tono apropiado. Es lo que siempre pasa: cuando no sabes qué
camino tomar, al final te quedas parado.
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