lunes, 3 de octubre de 2011

Veinticinco años menos un día


Un comentario muy repetido a la salida de las representaciones teatrales suele ser ese de “parece un montaje de fin de curso”. Es una frase que nos parece injusta y poco respetuosa con los profesionales: la obra puede salir mejor o peor, pero despreciar el esfuerzo y las ganas puestos en su trabajo desde la (in)cómoda butaca es jugar con ventaja. Sin embargo, y sin querer contagiarnos de ese tono despreciativo, sí que diríamos que por momentos Veinticinco años menos un día parece el producto de una aventajada compañía estudiantil. Para contrarrestar esta mala impresión, también debemos decir que el público tenía el mismo entusiasmo, al menos, que si estuviera compuesto por la asociación de padres. Y si muchas veces criticamos a un público bravista que nos parece víctima de imposturas y de modas, en este caso el entusiasmo se notaba sincero y las carcajadas, para nosotros desproporcionadas, salidas del alma.


En un principio la propuesta nos interesó. Siempre nos han gustado estos juegos metateatrales, los actores como protagonistas y una interacción inocente con el espectador. Además, RichardCollins-Moore está encantador en su presentación y los primeros juegos escénicos son divertidos. El problema surge cuando se hace evidente que no hay nada más. Que la inclusión de expresiones inglesas van a continuar toda la obra y supuestamente nos van a hacer gracia. Que los gestos histriónicos dictados por las acotaciones se van a convertir en recurrentes. Y, sin embargo, la historia en ningún momento va a ir más allá de una parodia de no sé sabe muy bien qué.


Lo que más nos irritaba es que el público parecía pasárselo en grande (y nosotros no). Cuando Joserra Leza bate el récord de silencio escénico por primera vez, los espectadores no paran de reírse durante tres minutos y treinta segundos sin que sepamos por qué. Pero poco después Ana Fernández vuelve a hacerlo, las risas continúan, y nosotros frustrados. Los actores también parecen estar pasándoselo fenomenal (y desde luego debe de ser fenomenal tener una acogida así), y nosotros nos preguntamos si una obra de este tipo no tendría más sentido en un teatro comercial y no en el Español.


Para que una parodia funcione, una condición imprescindible, a nuestro entender, es conocer perfectamente el objeto a parodiar. Pero en este caso, burlarse de las obras a lo Noël Coward no parece tener mucho sentido. La puesta en escena parece querer mezclar el frívolo mundo de las comedias ligeras británicas con un toque diríamos que perturbador, que vendría del cuento de Cortázar en el que la obra tiene su inspiración. Pero no es que ambos mundos choquen (lo que podría tener su interés), sino que en ningún momento da la sensación de que ni Antonio Álamo ni Pepa Gamboa hayan sabido dar con el tono apropiado. Es lo que siempre pasa: cuando no sabes qué camino tomar, al final te quedas parado. 

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