lunes, 10 de octubre de 2011

Las Meninas


Aunque cada vez que vamos al teatro procuramos hacerlo sin prejuicios ni a favor ni en contra, es inevitable tener ciertas expectativas subconscientes. Por eso nos acercamos con tanta ilusión, pero también con algunos temores, a ver Las Meninas: no teníamos la menor referencia sobre el espectáculo. Ni autor, ni director, ni interpretes nos sonaban siquiera. Al final la satisfacción fue doble: habíamos disfrutado de un espectáculo notable y casi oculto sin tener que pisar una sala alternativa.


El autor, Ernesto Anaya, enseguida pone las cartas sobre la mesa: va a ser una de estas obras posmodernas situadas en un periodo histórico concreto, pero para nada encorsetadas, al contrario, hay referencias actuales, ruptura de la cuarta pared y todos esos quebrantamientos de la ley que ya forman parte del acervo común de la vanguardia. Pero no nos alarmemos, excepto en algunos casos aislados (como en la interpelación directa a los espectadores, convertido en un cliché de tal categoría que pensaríamos que de no incluirse en una obra contemporánea, su estreno estaría vetado), tanto Anaya como el director Ignacio García saben domar el texto para que no se salga de madre más que lo necesario.


Porque, frente a los artificios, queda un ligero pero efectísimo sentido del humor. La obra se ve con deleite, alternando momentos de una gracia pura (como las escenas que protagonizan las meninas, Ichi Balmori y Violeta Sarmiento) con otras de una melancolía sincera (el monólogo de Aurora Cano en el que la infanta Margarita desgrana la decadencia de su familia). En el fondo, la fuerza interpretativa de Aurora Cano (quizá la mayor revelación de la velada) y las capas de su personaje, hacen que se convierta en el verdadero centro de la obra, dejando al Velázquez de Javier Díaz Dueñas un poco a contrapié, con un personaje que de humanizado ha perdido su calidad de genio inmortal. Tampoco podemos olvidar a Arturo Vences, que como Maribárbola tiene que apechugar con el personaje más posmoderno. Habría sido fácil caer en interpretaciones grotescas o patéticas, pero Vences, de nuevo haciendo uso de un elaborado humor, logra salir adelante.


Así como el texto de Anaya está lleno de ingenio y cada escena supera su banalidad teórica a fuerza de soltura retórica y un punto exacto de radicalidad, la puesta en escena de García es un festival de inventiva que logra dar un ritmo imparable a la obra. Como quien no quiere la cosa, el espectador acaba encantado con una pieza que seguramente no pase a los anales, pero que en su modestia hace pasar una excelente noche de teatro.


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