Aunque
cada vez que vamos al teatro procuramos hacerlo sin prejuicios ni a
favor ni en contra, es inevitable tener ciertas expectativas
subconscientes. Por eso nos acercamos con tanta ilusión, pero
también con algunos temores, a ver Las Meninas: no teníamos
la menor referencia sobre el espectáculo. Ni autor, ni director, ni
interpretes nos sonaban siquiera. Al final la satisfacción fue
doble: habíamos disfrutado de un espectáculo notable y casi oculto
sin tener que pisar una sala alternativa.
El
autor, Ernesto Anaya, enseguida pone las cartas sobre la mesa: va a
ser una de estas obras posmodernas situadas en un periodo histórico
concreto, pero para nada encorsetadas, al contrario, hay referencias
actuales, ruptura de la cuarta pared y todos esos quebrantamientos de
la ley que ya forman parte del acervo común de la vanguardia. Pero
no nos alarmemos, excepto en algunos casos aislados (como en la
interpelación directa a los espectadores, convertido en un cliché
de tal categoría que pensaríamos que de no incluirse en una obra
contemporánea, su estreno estaría vetado), tanto Anaya como el
director Ignacio García saben domar el texto para que no se salga de
madre más que lo necesario.
Porque,
frente a los artificios, queda un ligero pero efectísimo sentido del
humor. La obra se ve con deleite, alternando momentos de una gracia
pura (como las escenas que protagonizan las meninas, Ichi Balmori y
Violeta Sarmiento) con otras de una melancolía sincera (el monólogo
de Aurora Cano en el que la infanta Margarita desgrana la decadencia
de su familia). En el fondo, la fuerza interpretativa de Aurora Cano
(quizá la mayor revelación de la velada) y las capas de su
personaje, hacen que se convierta en el verdadero centro de la obra,
dejando al Velázquez de Javier Díaz Dueñas un poco a contrapié,
con un personaje que de humanizado ha perdido su calidad de genio
inmortal. Tampoco podemos olvidar a Arturo Vences, que como
Maribárbola tiene que apechugar con el personaje más posmoderno.
Habría sido fácil caer en interpretaciones grotescas o patéticas,
pero Vences, de nuevo haciendo uso de un elaborado humor, logra salir
adelante.
Así
como el texto de Anaya está lleno de ingenio y cada escena supera su
banalidad teórica a fuerza de soltura retórica y un punto exacto de
radicalidad, la puesta en escena de García es un festival de
inventiva que logra dar un ritmo imparable a la obra. Como quien no
quiere la cosa, el espectador acaba encantado con una pieza que
seguramente no pase a los anales, pero que en su modestia hace pasar
una excelente noche de teatro.
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