Las
infinitas posibilidades de Doctor Faustus
la convierten es una obra de doble filo. Como las obras de
Shakespeare, pero con la ventaja de estar mucho menos representada,
ofrece un campo abierto para numerosas interpretaciones y es un medio
ideal para las puestas en escena novedosas e inventivas. Por otro
lado, también como con Shakespeare, se trata de un texto tan
perfecto que en realidad no necesitaría muchos aditamentos, y cuando
los adaptadores deciden arriesgarse lo más seguro es que se
equivoquen y que además defrauden a une espectadores con ganas de
ver una buena representación de una obra que se merece los más
altos honores. La propuesta de Rakatá, lo lamentamos, no logra
superar la prueba.
Al
principio parece que las decisiones van por el camino acertado.
Aunque no supiéramos que la dirección está a cargo de Simon Breden, se nota un toque británico en el ritmo de las intervenciones
y en la sucesión de escenas. Pero, alas,
era un espejismo. El primer bajón llega con Óscar Sánchez Zafra,
a quien le falta presencia, le falta voz, le falta convicción.
Faustus es un personaje complejo, atractivo y repulsivo, lleno de
contradicciones, que evoluciona permanentemente y al que es difícil
encasillar. Sin embargo, la interpretación de Sánchez Zafra es
plana, unidimensional, sin que en ningún momento sea capaz de
transmitir toda la fuerza que debería irradiar su personaje. Solo al
final, con el anciano Faustus, logra algo más de sustancia (aunque,
y aquí la culpa también es en parte de la acústica, haya que hacer
un esfuerzo para entenderle bien).
Aparte
de esta debilidad, hay dos grandes problemas en esta versión de
Doctor
Faustus.
La primera es que Breden abusa del teatro de efectos. Aunque tendemos
a la sobriedad, no vemos del todo mal que se recurra a trucos para
hacer la puesta en escena más viva. El problema es cuando estos
trucos fallan uno tras otro. Pocos de ellos tienen gracia (el mejor
acogido por el público fue la presentación de la Envidia como
española de origen), y casi ninguno aporta algo a la obra. A veces
da la sensación de que simplemente están ahí para hacer notar que
detrás hay alguien que ha estado trabajando en la dirección. Para
nosotros Marlowe no necesita estas atenciones: texto, texto y texto,
como diría el otro.
El
segundo problema es el ritmo de las interpretaciones. Como decíamos,
la fluidez entre escenas está bien conseguida, y sin embargo la obra
no acaba de alcanzar un tempo satisfactorio. El fallo está en que
los actores parecen no ser capaces de entonar sus diálogos con la
suficiente confianza, van a tirones, sin que haya una buena
interrelación, cada uno a lo suyo. Más allá de la calidad de los
intérpretes, parece que hubiera sido necesario un mayor trabajo de
equipo. Entre el reparto, destaca Alejandro Saá como criado de
Faustus, que conoce el terreno que pisa, y Jesús Teyssiere, el más
agradecido por el público en sus intervenciones cómicas.
También
hay dos cosas que nos llamaron la atención. Lo que seguimos sin
explicarnos es por qué en una función de dos horas de duración hay
un intermedio de quince minutos. La segunda parte apenas dura 40
minutos y no hay cambios de decorado ni nada que lo justifique. Otra
cosa que no se suele ver es que en los aplausos finales salgan desde
el regidor hasta todo el equipo técnico. Nada que objetar, pero nos
da pie a comentar que no sabemos por qué en el programa hay un
adaptador (David de Sola), dos versionadores (Rodrigo Arribas y Simon
Breden) y un editor de texto (de nuevo Breden); que la escenografía
de Dick Bird, además de llamativa, facilita los continuos juegos
escénicos; y que el vestuario de Susana Moreno y la iluminación de
Chahine Yavroyan, sin ser demasiado originales o ingeniosos, muestran
una corrección que hubiera sido de agradecer en otros componentes de
la puesta en escena.
Me temo que no estoy de acuerdo con esta crítica porque le falta muchísimo rigor y le sobra demasiada opinión. Entiendo que el teatro es subjetivo y a cada uno le dice una cosa, y a mi esta versión de Fausto me invitó a pensar en el tema al tiempo que me deleitó como espectadora. La sobriedad la dejo para los cementerios y los textos para las bibliotecas. Todos podemos ser muy listos detrás de un ordenador con la confianza que nos da el anonimato, pero la valentía se demuestra en los riesgos que se toman de cara al público solamente. Riesgos diseñados a empujar los lmites del teatro. Yo busco en el teatro ese riesgo y frescura ante todo, lo demas se queda en pieza de museo. Esta es mi contestación como espectadora para equilibrar la balanza, pero desde luego nunca se me ocurriría sentar catedra con ella.
ResponderEliminarLo sentimos, pero vamos a tener que seguir dando opinión: en primer lugar, porque este blog trata precisamente de eso, de decir lo que nos transmite el teatro, aunque procuramos hacerlo sin faltar al rigor (te agradeceríamos que nos dijeras dónde has detectado este fallo para poder corregirlo). Es obvio que cada uno siente el teatro de manera diferente, y por eso nos parecería absurdo tener que decir que esto es lo que nos parece a nosotros, y que no tiene que ser compartido por todo el mundo, es algo que suponemos que va implícito a la hora de emitir valoraciones críticas. No vamos a cuestionar tus apreciaciones, pero sinceramente, tu reparos hacia la sobriedad y el valor del texto parecen bastante forzados ¿no es así? Y bueno, sobre el anonimato, viniendo de alguien anónimo, casi da reparo contestar, pero no creo que aquí se trate de valentía (¿represalias por manifestar una opinión?), ni de ocultar identidades. Está muy bien lo de buscar el riesgo y nosotros también lo apreciamos, pero no nos parece que sea el caso de esta puesta en escena, bastante cómoda en viejos mecanismos que hacen pasar por invención lo que es cliché. Y bienvenidos sean todos los comentarios, incluso los que contradigan nuestras opiniones (eso sí, con respeto).
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