lunes, 20 de febrero de 2012

La mecedora (Teatro Valle-Inclán)


Uno de los mayores peligros a los que debe enfrentarse el director teatral es la autocomplacencia. En principio es legítimo no cambiar lo que funciona bien; pero si el creador se deja llevar por lo acomodaticio, por lo ya sabido, en aras de situarse en un lugar confortable en el que no hará grandes innovaciones, pero tampoco le molestarán, seguramente acabe llevando a escena obras muy bien fabricadas, pero con una ausencia total de alma.

La mecedora, la última propuesta de Josep Maria Flotats, a nuestro parecer cae en esta autocomplacencia sin paliativos. Y desde un primer momento. La elección, de nuevo, de una obra de Jean-Claude Brisville, hace pensar que Flotats ha encontrado en este autor, brillante en La cena, bastante convincente en El encuentro de Descartes con Pascal joven, pero desde luego ningún genio revolucionario ni clásico contemporáneo, un perfecto medio para la dirección de obras simpáticas y perfectamente inofensivas.

La puesta en escena es igualmente sobria, elegante y plana. Nada irreprochable en el decorado de Alejandro Andújar, excelente versión de Mauro Armiño, comme il faut, y actores de gran nivel. Pero es este tipo de teatro que más que frío parece congelado. La misma estructura del texto hace que no haya ritmo, ni química, ni la menor emoción (resulta extraño que el personaje de Jerónimo, el héroe, reproche a Osvaldo, el malo, su falta de sensibilidad, su desprecio por las emociones, cuando en la obra estas pueden ser enunciadas, pero nunca sentidas).

Otra peculiaridad que hace la obra extraña es su bochornosa autoindulgencia. Al parecer se trata de un texto muy autobiográfico en el que Brisville narra su despido como lector en una editorial. Que su trasunto sea tratado varias veces como genial, estupendo, magnífico, que la razón siempre esté de su lado, que sea encantador, querible, admirable, da un poco de sonrojo. Suponemos que a todo el mundo le viene bien un baño de autoestima de esta categoría, pero pocos estarían dispuestos a ponerlo sobre las tablas de una manera tan descarada.

En una obra así, como ya ocurría en El encuentro..., se corre el peligro de que un personaje se lleve la función por delante y los otros actores se queden no ya en simples comparsas, sino en parte del público. Helio Pedregal está muy por encima de sus compañeros, y si además su papel no da pie a concesiones... Pues sí, hay momentos en que Eleazar Ortiz y Daniel Muriel parecen estar simplemente asistiendo a la función. Y sin embargo, la parte de Pedregal es tan pétrea, tan sin fisuras, su personaje tiene tal falta de matices, que su defensa no es del todo eficaz. El personaje, por mucha razón que tenga, puede hacerse tan pesado que el espectador esperaría una buena réplica que le callara la boca. 

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