Uno
de
los mayores peligros a los que debe enfrentarse el director teatral
es la autocomplacencia. En principio es legítimo no cambiar lo que
funciona bien; pero si el creador se deja llevar por lo acomodaticio,
por lo ya sabido, en aras de situarse en un lugar confortable en el
que no hará grandes innovaciones, pero tampoco le molestarán,
seguramente acabe llevando a escena obras muy bien fabricadas, pero
con una ausencia total de alma.
La mecedora,
la última propuesta de Josep Maria Flotats, a nuestro parecer cae en
esta autocomplacencia sin paliativos. Y desde un primer momento. La
elección, de nuevo, de una obra de Jean-Claude Brisville, hace pensar que
Flotats ha encontrado en este autor, brillante en La cena,
bastante convincente en El encuentro de Descartes con Pascal joven,
pero desde luego ningún genio revolucionario ni clásico
contemporáneo, un perfecto medio para la dirección de obras
simpáticas y perfectamente inofensivas.
La
puesta en escena es igualmente sobria, elegante y plana. Nada
irreprochable en el decorado de Alejandro Andújar, excelente versión
de Mauro Armiño, comme
il faut,
y actores de gran nivel. Pero es este tipo de teatro que más que
frío parece congelado. La misma estructura del texto hace que no
haya ritmo, ni química, ni la menor emoción (resulta extraño que
el personaje de Jerónimo, el héroe, reproche a Osvaldo, el malo, su
falta de sensibilidad, su desprecio por las emociones, cuando en la
obra estas pueden ser enunciadas, pero nunca sentidas).
Otra
peculiaridad que hace la obra extraña es su bochornosa
autoindulgencia. Al parecer se trata de un texto muy autobiográfico
en el que Brisville narra su despido como lector en una editorial.
Que su trasunto sea tratado varias veces como genial, estupendo,
magnífico, que la razón siempre esté de su lado, que sea
encantador, querible, admirable, da un poco de sonrojo. Suponemos que
a todo el mundo le viene bien un baño de autoestima de esta
categoría, pero pocos estarían dispuestos a ponerlo sobre las
tablas de una manera tan descarada.
En
una obra así, como ya ocurría en El
encuentro...,
se corre el peligro de que un personaje se lleve la función por
delante y los otros actores se queden no ya en simples comparsas,
sino en parte del público. Helio Pedregal está muy por encima de
sus compañeros, y si además su papel no da pie a concesiones...
Pues sí, hay momentos en que Eleazar Ortiz y Daniel Muriel parecen
estar simplemente asistiendo a la función. Y sin embargo, la parte
de Pedregal es tan pétrea, tan sin fisuras, su personaje tiene tal
falta de matices, que su defensa no es del todo eficaz. El personaje,
por mucha razón que tenga, puede hacerse tan pesado que el
espectador esperaría una buena réplica que le callara la boca.
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