El
título obvio para esta crónica sería ¡Qué gloria de función!,
pero quizá iba a quedar demasiado promocional, como esa hipérbole
que han usado en la publicidad de la obra de Michael Frayn,
sosteniendo que se trata de “probablemente la mejor comedia del
mundo”, frase que en cualquier caso, en el entusiasmo inmediato que
sigue a la finalización del espectáculo, muchos espectadores
estarían dispuestos a corroborar.
Durante
la representación temimos que los ataques de hilaridad que llegaban
desde la platea y el anfiteatro devinieran en un desquiciamiento
colectivo que convirtiera el barullo de la escena en una broma
comparado con lo que podía montarse. Esto sigue pareciendo
exagerado, pero es que la reacción del público fue así: un
continuo carcajeo de los que hacen que los actores tengan que
detenerse cada dos por tres para que se les pueda entender. Seres
circunspectos se tomarán todo esto como un agravio, una obra de
teatro popular y divertidísima, una vulgaridad, sin lugar a dudas.
Pero el público, sin intelectualizaciones, pensará: que me quiten
lo bailao.
Suponemos
que para Alexander Herold, que lleva casi 30 años montando ¡Qué desastre de función!, esta obra es una especie de seguro de
vida. Pero en lugar de mecanizar la narración, la trama sigue
funcionando a la perfección. Tanto las réplicas oportunas como el
juego corporal se desarrollan con una fluidez exquisita. Si es de
admirar el trabajo de los actores para seguir un complicadísimo
argumento, no lo es menos el que la complicada coreografía de
entradas, salidas, caídas y utilización del atrezzo se manejen con
una precisión extraordinaria. A veces el resultado de los vaivenes
es tan natural que parece imposible que sea ensayado.
Paco Mir, que sigue dando lo mejor de sí mismo, aporta en la adaptación
un sentido de continuidad que consigue que la obra no decaiga en
ningún momento, algo dificilísimo teniendo en cuenta que abundan
los clímax cómicos en los que es difícil superarse. Todos los
actores se mueven con un ritmo cómico propio y a la vez bien
conjuntado, pero destacan Miquel Sitjar, nunca quieto, variable en su
tono e incluso aceptable en los momentos más exagerados, y Mònica Pérez, como la mala actriz impasible, a la que da la sensación que
el público hubiera sacado en hombros con mucho gusto.
En
sus diferentes versiones, da la sensación de que Noises off
está en cartel muy a menudo, pero aún así es una pena que este
montaje solo esté dos semanas en Madrid, cuando es seguro que
aguantaría con llenos durante por lo menos un año, y no estaría
mal que contagiara su felicidad lo más generosamente posible.
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