Después
de todo lo oído y leído sobre Follies, nos acercamos al
Teatro Español casi en estado de sugestión. Aunque no seamos
grandes fans del musical, sí que concedemos que cuando se hace bien,
ya sea en cine o en teatro, es un género capaz de llevar el arte a
lo sublime. Es necesario dejar atrás muchos prejuicios, sí, incluso
a menudo es conveniente apartarse del pensamiento crítico y dejarse
llevar. Si la cosa funciona, merecerá la pena olvidarse de cualquier
pudor intelectual en beneficio de un instante de felicidad.
Quizá
por este entusiasmo sugerido, asistimos a la primera parte del
espectáculo en un estado de semi-planchazo. Es curioso que
proviniendo nuestras reticencias del musical, en Follies la
parte más puramente adscrita a este género nos enganchó desde el
principio, mientras que la trama “hablada” nos pareció
moderadamente aburrida y bastante ajena. Cierto que los argumentos de
los musicales no son especialmente elaborados (y, aunque este no sea
preceptivamente así en las obras de Sondheim, en el caso de Follies,
homenaje al musical clásico, se podría suponer que es una
concesión), pero aquí la historia de Phyllis y Ben y de Sally y
Buddy es como una de esas obras de cóctel inglesas, tipo Página en blanco, que ha quedado mucho más desfasada que el propio
espectáculo de la revista.
En
cualquier caso, el inicio no puede ser más sugestivo. Un teatro
abandonado en el que son perceptibles (y bien carnales) los fantasmas
que alguna vez lo han habitado. La llegada de sus antiguas estrellas
para dar una última fiesta antes de la demolición. Tenemos
nostalgia de la buena, amor al teatro por galones, excusas de sobra
para ponerse a cantar. Desde el principio sabemos que la escenografía
(cada vez más espectaculares Juan Sanz y Miguel Ángel Coso) va a
dar mucho de sí. La orquesta, dirigida por Pep Pladellorens, empieza
a carburar desde el primer instante. Todo está preparado para el
lucimiento de los artistas. Y vaya artistas.
Todos
merecen una ovación, pero tendremos que limitarnos a destacar a los
que más nos llegaron. Para poner el listón en lo más alto,
empezamos con Asunción Balaguer. Vale, es una abuelita adorable y se
merece todas las simpatías, pero es que hace mucho más que estar.
Cuando le llega su momento lo da todo, y es muchísimo, un testimonio
vivo de las glorias pasadas y de que quien tuvo retuvo. Casi sin
respiro llega Teresa Vallicrosa en uno de los momentos más
espectaculares y euforizantes del musical, el baile-espejo. Después
es el turno de Massiel, capaz de arrasar ante cualquier excepticismo
y disfrutando tanto como hace disfrutar al público.
Y
esto es solo la primera parte. Simplemente diremos que, con este
nivel, la segunda nos pareció mucho mejor. Tras un brillante juego
de parejas en el que pasado y presente finalmente se entremezclan de
manera explícita, se inicia una arrolladora sucesión de números
musicales que supone un tour de force del que Mario Gas sale
vencedor y sus actores aclamados. Sanz y Coso hacen magia, las luces
de Paco Ariza se multiplican, Antonio Belart se deja llevar por el
kitsch más desenfrenado, Álvaro Luna saca todo el partido a
los vídeos, el cuerpo de baile hace acto de presencia... Hemos
entrado en el terreno del musical hurracanado.
Y
los que tienen que lidiar con la vorágine son Muntsa Rius,
protagonista de una de las escenas que perdurarán de este musical,
caminando entre letreros luminosos sin poder avanzar; Pep Molina,
divertido y deseperado; Vicky Peña, la extraordinaria Vicky Peña
sirviéndose de un número que parece un regalo y que en sus manos se
convierte en antológico. Y aquí nos encontramos con Carlos Hipólito. Ahora sí que sí, se ha demostrado que este hombre es
capaz de hacerlo todo y hacerlo de manera excepcional. En una obra
que ya de por sí tiene tantos elementos que destacar, su actuación,
su manera de cantar (¡hasta de bajar las escaleras!), son para
considerarle una especia aparte por sí mismo. Hipólito es de estos
actores capaces de fascinar leyendo el Código Civil y al que si le
das algo como Follies te devuelve un mito.
A
medida que íbamos escribiendo y recordando las escenas, nos íbamos
exaltando. Algo así pasa con la obra, que empieza en un tono
melancólico y sereno y acaba, incluidos los bises, en el más alto
regocijo. Las últimas palabras de la obra las dice Mario Gas, quien
asegura que si algo ha aprendido en su vida es a saber cuándo algo
ha terminado. Parece que la dirección de Gas del Teatro Español
ha terminado, y aunque Follies sea una extraordinaria manera
de despedirse, no deberíamos olvidar que Gas es lo mejor que le ha
pasado al teatro madrileño en los últimos tiempos.
No te imaginaba viendo un musical, y encima te ha gustado, menuda sorpresa :)
ResponderEliminarAquí vemos de todo y procuramos ir sin apriorismos: cada vez que se levanta el telón (es un decir) es como si fuera la primera vez que vamos al teatro.
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