Al
final de la primera parte de este montaje de Quitt, el
mayordomo Hans lee a Quitt un extenso fragmento de El solterón,
de Stifter. Jordi Boixaderas tiene una voz preciosa y sabe llevar
esta larga digresión con finura y dulzura. Pero cuando el actor
lleva un rato de recitado, al espectador ya se le hace difícil
mantener la atención. Peter Handke nos parece un escritor interesante
(subtexto: aburrido), pero también creemos que le puede la ambición
doctrinaria, sus ganas por demostrar algo.
Tras
la reanudación de la función, Hans le dice a su señor que su vida
es una perfecta metáfora. Y este nos parece el principal fallo de la
obra, porque creemos que la vida no es una metáfora de nada (cfr. La mujer del teniente francés). Cierto que la historia del teatro
está superpoblada de personajes simbólicos, y que sin ir más lejos
Brecht, cuya influencia es evidente esta obra, fue un maestro en su
utilización, pero nuestra oposición es por principio: tendrán que
convencernos de que estamos equivocados, y Handke no es capaz de
hacerlo.
Lluís Pasqual es demasiado listo como para caer en simplificaciones
demagógicas, pero en ocasiones nos parece que está demasiado cerca
de caer en la parodia más pedestre. Por ejemplo, que entre los
potentados se encuentre un cura (no recordamos ahora su categoría
exacta) parece bastante cogido por los pelos. Esto es culpa de
Handke, sin embargo al vestir (literal y figuradamente) a todos los
personajes de una manera tan caricaturesca, quizá se consiga
arrancar algunas sonrisas (la obra tiene un humor excéntrico, en el
sentido alemán), pero a costa de perder en solidez.
También
es verdad que Pasqual no siempre va a lo fácil, sino que hace una
apuesta bastante arriesgada (en la que, desgraciadamente, en nuestra
opinión sale perdiendo). La obra en sí es poco dramática, es más
bien una sucesión de discursos farragosos, difíciles de seguir,
quizá poéticos, seguramente grandilocuentes. Por otra parte, el
espacio de Paco Azorín es mucho más moderado que el vestuario de
Isidre Prunés y la iluminación de Xavier Clot, pese a algunos
fallos técnicos, está más acorde a un tono expresionista que
vodevilesco.
Pero
no nos engañemos, lo que verdaderamente nos atraía de esta función
era poder ver en escena a Eduard Fernández. Al principio nos
sorprendió su tono de voz, que sonaba impostado, no sabemos si por
un catarro o por tener que hacer la obra en castellano. (Nota aparte,
algún día hablaremos de la costumbre ya imparable de usar
micrófonos en el teatro, una desgracia que nos han colado sin darnos
cuenta.) Pero pronto Fernández demuestra que es un actor enorme,
capaz de transmitir con sus gestos y sus miradas mucho más sobre el
existencialismo ionesquiano de su personajes que con todo el texto de
Handke.
A
otros actores ya los habíamos disfrutado en escena y en todos los
casos se sitúan por encima de sus papeles. Además de al citado
Boixaderas, destacaríamos a Boris Ruiz, que al menos aprovecha el
tono ridículo de su personaje para conseguir los mejores momentos
cómicos, y a Lluís Marco, quien en su gran escena de la segunda
parte logra defender a su personaje con entusiasmo y naturalidad.
Suponemos
que lo peor que se puede decir de una obra como Quitt, con sus
pretensiones de retratar la actual situación social y su insistencia
metateatral en convertir el acto dramático en algo más que la
pasiva contemplación de un espectáculo, es que nos deja
indiferentes. Pero así es.
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