“Con
el fin de salvar el teatro, casi todo lo teatral debe barrerse”.
Estamos por establecer esta frase de Peter Brook como nuestro lema.
Aunque lo cierto es que El espacio vacío
está tan repleto de aforismos brillantes que sería difícil elegir
uno solo. Al igual que pasa con su teatro, la escritura de Brook es
tan esencial que en pocas palabras es capaz de definir, esclarecer y
abrir nuevas interpretaciones a lo que se creía de sobra conocido.
Y
es que estamos ante un libro iluminador, uno de esos tesoros que nos
permiten mirar más allá de conocimientos asumidos para o bien
descartar ideas tan establecidas que parecían verdades reveladas
como los automatismos perezosos que en realidad son, o bien resolver
con una sencillez aplastante esas intuiciones que teníamos desde
hace tiempo pero que no éramos capaces de explicitar.
Se
trata de un libro publicado en 1968 pero que, como se suele decir,
sigue estando plenamente vigente. Y esto es en gran parte una
tragedia, porque significa que muchos de los viejos vicios teatrales
(en el peor sentido) siguen repitiéndose con descaro. La primera
parte, El teatro mortal, se dedica a describir precisamente eso, el
teatro tan malo que puede matar de aburrimiento. Son las pomposas
producciones que pueden considerarse impecablemente realizadas, pero
que no tiene mayor interés más allá del erudito o esteticista.
En
la segunda parte Brook se centra en lo que llama el teatro sagrado,
aquél que basándose en rituales y una exagerada ambición pretende
llevar al teatro más allá de sus posibilidades. Una de las cosas
que hacen a Brook insuperable es su capacidad para el matiz. En todo
teatro es capaz de ver el lado bueno, pero también se atreve a
criticar sus inercias más enraizadas. Por eso su crítica no es
destructiva, sino que busca desprender al teatro de toda su
aparatosidad para llegar a su esencia.
En
la tercera parte Brook se va al otro extremo y nos habla del teatro
tosco, el más básico, que puede estar lleno de encanto, cierto,
pero que también tiene sus limitaciones. Una obra puesta en pie sin
apenas recursos y por aficionados, puede estar mucho más lograda y
llegarnos de una manera mucho más directa que la más cara de las
producciones mortales.
En
la última parte el autor explica lo que para él debe ser el teatro,
el teatro inmediato. A través de diversos ejercicios y ejemplos,
aunque consciente como nadie de la limitación que supone enseñar el
teatro de manera puramente teórica, nos aproximamos a un tipo de
creación que busca la sencillez para alcanzar magia, que abomina de
la impostura para llegar a la verdad. Un teatro puro, pero no
distante, un teatro radical que busca hacer accesible lo arcano.
Algo
sorprendente del libro es que, entre medias de sus análisis del
teatro contemporáneo, incluye, como sin venir a cuento (entre col y
col, lechuga) diversas apreciaciones sobre los más grandes
dramaturgos. Así, en unas pocas líneas es capaz de revelarnos
hallazgos sobre Shakespeare o Chéjov a la altura de sus mejores
comentaristas.
La
edición de Península mantiene la traducción original de Ramón Gil
Novales e incorpora un contextualizador prólogo de Marcos Ordóñez,
tan bien referenciado como en él es costumbre.
GRACIAS, es un resumen muy esclarecedor del libro de Book.
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