miércoles, 12 de septiembre de 2012

El espacio vacío, de Peter Brook


Con el fin de salvar el teatro, casi todo lo teatral debe barrerse”. Estamos por establecer esta frase de Peter Brook como nuestro lema. Aunque lo cierto es que El espacio vacío está tan repleto de aforismos brillantes que sería difícil elegir uno solo. Al igual que pasa con su teatro, la escritura de Brook es tan esencial que en pocas palabras es capaz de definir, esclarecer y abrir nuevas interpretaciones a lo que se creía de sobra conocido.

Y es que estamos ante un libro iluminador, uno de esos tesoros que nos permiten mirar más allá de conocimientos asumidos para o bien descartar ideas tan establecidas que parecían verdades reveladas como los automatismos perezosos que en realidad son, o bien resolver con una sencillez aplastante esas intuiciones que teníamos desde hace tiempo pero que no éramos capaces de explicitar.

Se trata de un libro publicado en 1968 pero que, como se suele decir, sigue estando plenamente vigente. Y esto es en gran parte una tragedia, porque significa que muchos de los viejos vicios teatrales (en el peor sentido) siguen repitiéndose con descaro. La primera parte, El teatro mortal, se dedica a describir precisamente eso, el teatro tan malo que puede matar de aburrimiento. Son las pomposas producciones que pueden considerarse impecablemente realizadas, pero que no tiene mayor interés más allá del erudito o esteticista.

En la segunda parte Brook se centra en lo que llama el teatro sagrado, aquél que basándose en rituales y una exagerada ambición pretende llevar al teatro más allá de sus posibilidades. Una de las cosas que hacen a Brook insuperable es su capacidad para el matiz. En todo teatro es capaz de ver el lado bueno, pero también se atreve a criticar sus inercias más enraizadas. Por eso su crítica no es destructiva, sino que busca desprender al teatro de toda su aparatosidad para llegar a su esencia.

En la tercera parte Brook se va al otro extremo y nos habla del teatro tosco, el más básico, que puede estar lleno de encanto, cierto, pero que también tiene sus limitaciones. Una obra puesta en pie sin apenas recursos y por aficionados, puede estar mucho más lograda y llegarnos de una manera mucho más directa que la más cara de las producciones mortales.

En la última parte el autor explica lo que para él debe ser el teatro, el teatro inmediato. A través de diversos ejercicios y ejemplos, aunque consciente como nadie de la limitación que supone enseñar el teatro de manera puramente teórica, nos aproximamos a un tipo de creación que busca la sencillez para alcanzar magia, que abomina de la impostura para llegar a la verdad. Un teatro puro, pero no distante, un teatro radical que busca hacer accesible lo arcano.

Algo sorprendente del libro es que, entre medias de sus análisis del teatro contemporáneo, incluye, como sin venir a cuento (entre col y col, lechuga) diversas apreciaciones sobre los más grandes dramaturgos. Así, en unas pocas líneas es capaz de revelarnos hallazgos sobre Shakespeare o Chéjov a la altura de sus mejores comentaristas.

La edición de Península mantiene la traducción original de Ramón Gil Novales e incorpora un contextualizador prólogo de Marcos Ordóñez, tan bien referenciado como en él es costumbre.

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