Poco
antes de comenzar la función, comentábamos lo difícil que es decir
algo nuevo sobre una obra de teatro. Nos burlamos de las críticas
que se pueden resumir en un “les ha quedado muy bonito”, pero
¿qué más se puede contar sobre Chéspir? Pues resulta que El Brujo
nos demuestra que todavía se pueden descubrir muchas cosas sobre el
mayor genio que ha dado el teatro. Y si no, nos lo inventamos.
El
mismo Brujo, maestro del ritornello,
nos enseña que en la repetición todavía puede haber
deslumbramiento. No nos engañemos, sus espectáculos siempre son más
o menos iguales, incluso hay chistes que se repiten siempre, ya se
trate de una obra sobre san Francisco, Lazarillo, Cervantes, o san Juan. Y sin embargo, cada vez que lo vemos es como si fuera la
primera vez. Sus bromas siguen siendo efectivas y su capacidad para
empatizar con el público hace de la experiencia de ver cualquiera de
sus montajes una delicia que repetiremos con gusto hasta que el
cuerpo aguante (el nuestro, seguro, el suyo no parece tener
caducidad).
Durante
la primera media hora larga de este Mujeres de Shakespeare
apenas hay constancia del tema de la obra. El mismo Brujo lo admite y
se regaña a sí mismo por su tendencia a la digresión. Pare sabemos
que sabe que eso es lo que nos gusta. Hay momento en que la línea
argumental se quiebra tantas veces, en que la ramificación de
historias y anécdotas es tan extrema, que el espectador se olvida de
a qué venía todo esto. Una vez más, El Brujo está por delante y
juega a perderse él mismo en la jungla de sus razonamientos. Pero
sabe perfectamente dónde está: el ritmo de la función, tras tantos
años de rodaje, es preciso hasta tal punto que rozaría lo mecánico
si El Brujo no lo llenara de gracia improvisatoria.
El
público no paró de agradecer con sus carcajadas el despliegue de
talento que le era ofrecido. Desde la confesión de El Brujo de su
sobreactuación (justificada porque es así incluso cuando descubre
que no le quedan más yougures en la nevera), hasta su capacidad de
modulación vocal que, en una sola frase, le permite pasar por los
más diversos tonos de expresividad, pasando por hallazgos que
mezclan el estudio más profundo (imposible que un español haya
escrito una obra de Chéspir: qué es eso de que un personaje hable
durante tres folios mientras que su acompañante permanece
religiosamente callado), y que abarcan hasta la actualidad del día
mismo (Orlando llega tarde a su cita con Rosalinda por culpa de la
Vuelta ciclista).
En
su relación con Chéspir, El Brujo se apoya en Harold Bloom para
explicar su propia teoría. Impagable cuando reconoce que en realidad
no soporta a Chéspir (que era bastante tonto), impacable cuando
enmienda la plana a Bloom (puestos a ser eruditos, la imaginación
siempre vencerá), e imparable cuando se pone a representar. Con una
falda a lo Lady Gaga (o a lo tiempos de crisis), encarna los
personajes sin la menor ambición naturalista, pero con una verdad y
un amor que trasciende el juego. Decíamos que es difícil decir algo
nuevo de Chéspir, pero en realidad Chéspir no se acaba nunca: no ya
un personaje, una sola frase suya puede dar para una obra entera del
máximo interés.
Antes
de recibir el reconocimiento de todo el público puesto en pie, El
Brujo hizo una amarga reflexión sobre el futuro del teatro. La
situación actual de... “la realidad” le hace caer en el
pesimismo. ¿Para qué sirve el teatro?, se pregunta. Pero es que el
teatro, como todas las cosas importantes, no sirve para nada.
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