lunes, 10 de septiembre de 2012

Mujeres de Shakespeare (Teatro Alcázar)


Poco antes de comenzar la función, comentábamos lo difícil que es decir algo nuevo sobre una obra de teatro. Nos burlamos de las críticas que se pueden resumir en un “les ha quedado muy bonito”, pero ¿qué más se puede contar sobre Chéspir? Pues resulta que El Brujo nos demuestra que todavía se pueden descubrir muchas cosas sobre el mayor genio que ha dado el teatro. Y si no, nos lo inventamos.

El mismo Brujo, maestro del ritornello, nos enseña que en la repetición todavía puede haber deslumbramiento. No nos engañemos, sus espectáculos siempre son más o menos iguales, incluso hay chistes que se repiten siempre, ya se trate de una obra sobre san Francisco, Lazarillo, Cervantes, o san Juan. Y sin embargo, cada vez que lo vemos es como si fuera la primera vez. Sus bromas siguen siendo efectivas y su capacidad para empatizar con el público hace de la experiencia de ver cualquiera de sus montajes una delicia que repetiremos con gusto hasta que el cuerpo aguante (el nuestro, seguro, el suyo no parece tener caducidad).

Durante la primera media hora larga de este Mujeres de Shakespeare apenas hay constancia del tema de la obra. El mismo Brujo lo admite y se regaña a sí mismo por su tendencia a la digresión. Pare sabemos que sabe que eso es lo que nos gusta. Hay momento en que la línea argumental se quiebra tantas veces, en que la ramificación de historias y anécdotas es tan extrema, que el espectador se olvida de a qué venía todo esto. Una vez más, El Brujo está por delante y juega a perderse él mismo en la jungla de sus razonamientos. Pero sabe perfectamente dónde está: el ritmo de la función, tras tantos años de rodaje, es preciso hasta tal punto que rozaría lo mecánico si El Brujo no lo llenara de gracia improvisatoria.

El público no paró de agradecer con sus carcajadas el despliegue de talento que le era ofrecido. Desde la confesión de El Brujo de su sobreactuación (justificada porque es así incluso cuando descubre que no le quedan más yougures en la nevera), hasta su capacidad de modulación vocal que, en una sola frase, le permite pasar por los más diversos tonos de expresividad, pasando por hallazgos que mezclan el estudio más profundo (imposible que un español haya escrito una obra de Chéspir: qué es eso de que un personaje hable durante tres folios mientras que su acompañante permanece religiosamente callado), y que abarcan hasta la actualidad del día mismo (Orlando llega tarde a su cita con Rosalinda por culpa de la Vuelta ciclista).

En su relación con Chéspir, El Brujo se apoya en Harold Bloom para explicar su propia teoría. Impagable cuando reconoce que en realidad no soporta a Chéspir (que era bastante tonto), impacable cuando enmienda la plana a Bloom (puestos a ser eruditos, la imaginación siempre vencerá), e imparable cuando se pone a representar. Con una falda a lo Lady Gaga (o a lo tiempos de crisis), encarna los personajes sin la menor ambición naturalista, pero con una verdad y un amor que trasciende el juego. Decíamos que es difícil decir algo nuevo de Chéspir, pero en realidad Chéspir no se acaba nunca: no ya un personaje, una sola frase suya puede dar para una obra entera del máximo interés.

Antes de recibir el reconocimiento de todo el público puesto en pie, El Brujo hizo una amarga reflexión sobre el futuro del teatro. La situación actual de... “la realidad” le hace caer en el pesimismo. ¿Para qué sirve el teatro?, se pregunta. Pero es que el teatro, como todas las cosas importantes, no sirve para nada.   

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