Cada
vez que se habla de ¿Quién teme a Virginia Woolf?
hay varios clichés que se repiten. Uno de los más reiterados es
considerar esta obra como un combate de boxeo (idea, además,
explicitada en el texto en más de una ocasión). A nosotros nos
parece que la obra de Albee ha quedado relegada a la categoría de
combate por el campeonato mundial de los pesos pesados: si, tiene
mucho nombre y una tradición venerable, pero en la actualidad ha
perdido su aureola y ya no le interesa a casi nadie. Sin embargo, si
al escenario se suben Pere Arquillué y Carmen Machi, señores,
estamos ante un Pacquiao-Mayweather, el combate del siglo.
El
intercambio de golpes de estos dos estilistas hace que casi todas las
debilidades de la obra queden en segundo plano. Casi, porque hay
otras que resaltan todavía más. Por una parte tenemos a esta pareja
protagonista borracha de rencor a quienes los juegos crueles se les
han escapado de las manos. Cada round
va subiendo en intensidad hasta llegar a un punto de no retorno que
se hace difícil de soportar incluso para el espectador. El
desprecio, la amargura, el odio son expresados de una manera tan
cruda que hace daño a los ojos: la sangre llega a salpicar hasta las
últimas filas del teatro.
Sin
embargo, al situarse tan por encima del texto, cuando aparece la otra
pareja, el aterrizaje es mortal. No es que Mireia Aixalà e Ivan Benet estén mal, pero tampoco tienen la capacidad de la pareja
protagonista para hipnotizar. Cuando sus personajes toman la palabra,
volvemos a ser consciente de la falta de entidad del argumento, de
sus recursos más trillados, del artificio.
Ya
se sabe que las películas sobre casas encantadas no soportan su
verosimilitud ante la más inocente de las preguntas: ¿y por qué no
se va todo el mundo de allí? Pues aquí pasa un poco lo mismo: es
incomprensible que esta encantadora pareja aguante una velada así
sin justificación. Y bueno, también es verdad que no son tan
encantadores y (aquí otro de los clichés), puede que estén ante
una representación de lo que van a ser ellos en unos años. Motivo
de más para salir corriendo.
Si
hay algo que nos ha gustado en la versión y dirección de Veroneseha sido precisamente cuando más ha intentado aligerar la pesadez de
la obra original. Por momentos la obra tiene un ritmo hawksiano y en
lugar de ver a dos monstruos terribles es casi como una comedia de
Cary Grant. Porque otro punto a su favor es incidir en los momentos
cómicos que permiten cierto escape incluso en los momentos más
agobiantes.
Pero
volvamos a lo que hará esta función memorable. Carmen Machi es ya
un hito generacional, una de esas actrices de las que dentro de
cincuenta años se dirá “yo vi a la Machi en Agosto”,
o en Virginia
Woolf,
o en lo que sea. Pero para llevar hasta el último extremo el símil
pugilístico, si tuviéramos que dar la victoria a alguno de los
contendientes, tendríamos que concedérselo a Arquillué por los
puntos.
Mientras
que el personaje de Machi es más lineal, al menos hasta la última
escena, el de Arquillué, siendo un personaje tan esquivo y a menudo
desagradable, también es capaz de hacerse con la empatía del
espectador, de hacerse odiar, pero también comprender y compadecer.
En muchos momentos parece grogui, besa la lona en más de una
ocasión. Pero siempre se levanta y tiene escondido el directo de
derecha que le hará mantener la dignidad incluso cuando le llegue la
derrota más desoladora.
N.
B. Hemos podido asistir a este espectáculo gracias a la cortesía de
Pentación Espectáculos, en su intento por acercar el teatro a redes sociales y blogs. Si hemos aceptado esta colaboración ha sido
debido a dos condiciones planteadas por Pentación y que les honra:
escribir con absoluta libertad y especificar que hemos sido invitados
por ellos.
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