lunes, 1 de octubre de 2012

Naturaleza muerta en una cuneta (Teatro Valle-Inclán)


De primeras, y sin saber nada sobre Fausto Paravidino, nos apetecía ver Naturalezamuerte en una cuneta. No es nada habitual eso de ver un thriller en el teatro, y aunque ya desde el principio parecía tener un argumento similar a Twin Peaks o The Killing (es decir, que en televisión sí andamos sobrados de este tipo de historias), esperábamos que una versión teatral nos diera una nueva perspectiva.

Y así así. En cuanto al argumento, no hay nada nuevo, la historia de una chica muerta y la subsiguiente investigación para descubrir a su asesino. Y lo que supone la mayor innovación teatral no nos acabó de convencer. Como recurso, eso de que los personajes digan todo el rato lo que están haciendo (“me levanto” y se levanta), que dirijan sus pensamientos interiores a la audiencia y que pasen del subjetivo a la conversación sin transición, no nos parece reprochable, pero en la práctica por momentos acaba cayendo en lo peor que puede parecer una obra de teatro: artificial.

Otro recurso, éste más viejo que el teatro, que no acaba de funcionar del todo es el desdoblamiento de los actores. Muchos personajes son incidentales, pero cuando alguno de los actores interpreta dos papeles extensos, hay demasiada diferencia en el nivel de las encarnaciones. Así, David Castillo convence en su primera aparición como joven discotequero, pero cuando se hace policía está demasiado influido por el estilo de Adolfo Fernández, hasta el punto de que en alguna escena compartida parece estar imitándole (aunque quizá esto sea buscado...). De la misma manera, Raúl Prieto le da una gran naturalidad a su quinqui, pero como médico forense es inverosímil. E Ismael Martínez casi parece esconderse cuando hace de padre, mientras despliega intensidad y naturalidad cuando va de macarra.

Adolfo Fernández, por su parte, dobla en el papel de director. En su personaje de inspector sabe transmitir ese tono ya establecido de viejo policía de vuelta de todo, desencantado y cínico, muy cinematográfico. Está perfecto en los momentos pasivos mientras que su presencia incide en el dinamismo de la puesta en escena que ha ideado. Sonia Almarcha, en su papel de madre, recuerda más que nunca a The Killing y a Michelle Forbes, y logra dar sentimiento a unos textos dramáticos no especialmente originales. Este problema en los monólogos se acentúa con la prostituta que interpreta Susana Abaitua, una yugoslava estereotipada y de una pretensión lírica poco convincente que solo se redime a medias en la escena del interrogatorio.

Quizá sea porque la presencia de Adolfo Fernández y David Castillo nos recordó a Münchhausen, vista hace un año en la misma sala del Valle-Inclán, pero algo en la fantástica escenografía de Ikerne Giménez nos evoca a la que imaginó Paco Azorín para aquella obra. Es verdad que los actores tienen que estar todo el rato cambiándose el vestuario y moviendo piezas aquí y allá, pero eso también contribuye a dar un ritmo sin descanso muy apropiado al tema.

Al final podríamos decir que, literalmente, no hay sorpresas. Pero la labor de Fernández queda como un logro que no engaña a nadie: teatro bien construido, con una puesta eficaz, actores que en sus mejores momentos consiguen transmitir verdad y la sensación de que en teatro se pueden hacer cosas diferentes a las que estamos acostumbrados sin necesidad de ser vanguardista. Más bien, todo lo contrario.

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