De
primeras, y sin saber nada sobre Fausto Paravidino, nos apetecía ver
Naturalezamuerte en una cuneta.
No es nada habitual eso de ver un thriller
en el teatro, y aunque ya desde el principio parecía tener un
argumento similar a Twin
Peaks
o The
Killing
(es decir, que en televisión sí andamos sobrados de este tipo de
historias), esperábamos que una versión teatral nos diera una nueva
perspectiva.
Y
así así. En cuanto al argumento, no hay nada nuevo, la historia de
una chica muerta y la subsiguiente investigación para descubrir a su
asesino. Y lo que supone la mayor innovación teatral no nos acabó
de convencer. Como recurso, eso de que los personajes digan todo el
rato lo que están haciendo (“me levanto” y se levanta), que
dirijan sus pensamientos interiores a la audiencia y que pasen del
subjetivo a la conversación sin transición, no nos parece
reprochable, pero en la práctica por momentos acaba cayendo en lo
peor que puede parecer una obra de teatro: artificial.
Otro
recurso, éste más viejo que el teatro, que no acaba de funcionar
del todo es el desdoblamiento de los actores. Muchos personajes son
incidentales, pero cuando alguno de los actores interpreta dos
papeles extensos, hay demasiada diferencia en el nivel de las
encarnaciones. Así, David Castillo convence en su primera aparición
como joven discotequero, pero cuando se hace policía está demasiado
influido por el estilo de Adolfo Fernández, hasta el punto de que en
alguna escena compartida parece estar imitándole (aunque quizá esto
sea buscado...). De la misma manera, Raúl Prieto le da una gran
naturalidad a su quinqui, pero como médico forense es inverosímil.
E Ismael Martínez casi parece esconderse cuando hace de padre,
mientras despliega intensidad y naturalidad cuando va de macarra.
Adolfo
Fernández, por su parte, dobla en el papel de director. En su
personaje de inspector sabe transmitir ese tono ya establecido de
viejo policía de vuelta de todo, desencantado y cínico, muy
cinematográfico. Está perfecto en los momentos pasivos mientras que
su presencia incide en el dinamismo de la puesta en escena que ha
ideado. Sonia Almarcha, en su papel de madre, recuerda más que nunca
a The
Killing
y a Michelle Forbes, y logra dar sentimiento a unos textos dramáticos
no especialmente originales. Este problema en los monólogos se
acentúa con la prostituta que interpreta Susana Abaitua, una
yugoslava estereotipada y de una pretensión lírica poco convincente
que solo se redime a medias en la escena del interrogatorio.
Quizá
sea porque la presencia de Adolfo Fernández y David Castillo nos
recordó a Münchhausen,
vista hace un año en la misma sala del Valle-Inclán, pero algo en
la fantástica escenografía de Ikerne Giménez nos evoca a la que
imaginó Paco Azorín para aquella obra. Es verdad que los actores
tienen que estar todo el rato cambiándose el vestuario y moviendo
piezas aquí y allá, pero eso también contribuye a dar un ritmo sin
descanso muy apropiado al tema.
Al
final podríamos decir que, literalmente, no hay sorpresas. Pero la
labor de Fernández queda como un logro que no engaña a nadie:
teatro bien construido, con una puesta eficaz, actores que en sus
mejores momentos consiguen transmitir verdad y la sensación de que
en teatro se pueden hacer cosas diferentes a las que estamos
acostumbrados sin necesidad de ser vanguardista. Más bien, todo lo
contrario.
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