lunes, 15 de abril de 2013
El coloquio de los perros (Teatro Pavón)
Queda muy anticuado eso de pedir a una obra de teatro un “mensaje”. Y si se reclama la transmisión de unos valores, parecerá además de viejuno, un poco carca. Pero casi peor es reivindicar el teatro como puro entretenimiento, eso es rebajar su valor artístico para convertirlo en algo puramente comercial. Así que cualquier obra con pretensiones debe tener algún objetivo. Entre los más comentados: despertar conciencias, destapar vicios de la sociedad o investigar en la profundidad de la psique humana. Digamos “chorradas”, de acuerdo. Y aun así, vamos a ver El coloquio de los perros y al salir no podemos evitar preguntarnos: y todo esto ¿para qué?
Para empezar, es discutible que la Compañía Nacional de Teatro Clásico acoja una de estas adaptaciones que cogen un título clásico (en este caso, ni tan siquiera una obra de teatro), y luego hacen lo que más les apetece. Ya lo hemos dicho en varias ocasiones: nada en contra de que se actualicen viejos textos, pero ¿por qué mantener el nombre de Cervantes y de su novela si luego no va a quedar nada del original? Es más difícil criticar a Cervantes (o a Gogol, o a Shakespeare) que al Pepito Pérez de turno que se haya ocupado de la adaptación, pero señores, el truco ya ha sido utilizado demasiadas veces como para que siga siendo efectivo.
Otra “adaptación” cervantina de Els Joglars fue El retablo de las maravillas, con la que sucedía algo bien inquietante: la tesis de la obra era que muchos de los “genios” de la modernidad eran adorados por papanatas temerosos de quedar ellos mismos como tontos por no apreciar el verdadero arte. Pero ¿y si esto pasaba con Els Joglars? Durante la representación de El coloquio pocas veces fueron las que nos reímos y mucho más abundantes en las que no comprendíamos a qué venía tanta vulgaridad y chistes chuscos.
Por ejemplo, lo de los acentos. ¿No pretenderán que eso siga siendo gracioso? (si alguna vez lo fue). Dolors Tuneu y Xavi Sais pasan por el acento andaluz, el gallego, el aragonés, el marroquí, el italiano, el pijo y no sabemos cuántos más, con el mismo propósito misterioso del que hablábamos al principio.
Las vivencias de los perros podrían ponernos frente algunas actitudes contemporáneas dignas de ser satirizadas (una versión de “destapar vicios de la sociedad”), pero las parodias son facilonas y sin recorridos: ay, estos que tratan a los animales mejor que a las personas... y poco más, si tenemos que ser sinceros, porque la burla tampoco va más allá. Tampoco hay comprensión ni compasión, solo cierto tono de superioridad que no casa en absoluto con el espíritu humanista de Cervantes.
Si la adaptación es un batiburrillo de ideas poco desarrolladas y la puesta en escena una no mucho más elaborada sucesión de juegos inocentes, lo más destacable del espectáculo es la labor interpretativa de Ramon Fontserè y Pilar Sáenz. En este aspecto sí que saben conjugar con acierto la fabulosa situación de unos perros parlantes con emociones realmente humanas. Lástima que esa ternura no aparezca también en el texto.
Quizá el comentario nos ha salido más negativo de lo que pretendíamos, porque el espectáculo en sí ni nos aburrió (lo que en teatro ya supone una gran criba), ni nos desagrado más allá de alguna ocurrencia patosa. Además, el público en general la encontró más divertida que nosotros y al final aplaudió con profusión. Pero nos ha costado encontrar cosas buenas que resaltar, y es que cuando no le encuentras a algo el sentido, empiezas a criticar y...
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