El movimiento “revisionista”, por calificarlo de alguna manera, de la Cultura de la Transición no podía quedarse si su representación teatral. Pero quizá este texto de Alfonso Plou y Julio Salvatierra no se ajuste del todo a los postulados del movimiento (dicho con la ironía debida): es crítico y desencantado, como debe ser, pero también comprensivo y hasta cariñoso.
Como quizá le pase a los autores de Transición con su tema, a nosotros también nos cuesta ser críticos con la obra. Porque lo cierto es que estimamos que sus objetivos están conseguidos con solvencia. Ahora, que si los objetivos son equivocados, al menos desde nuestra percepción, eso ya es otra cosa. Así, en algunos momentos, como la escena con Raimon y todos esos personajes simbólicos, la representación se acerca peligrosamente a lo que nos imaginamos que debía ser el Teatro Español Universitario de los años 80 (en el que participó activamente Salvatierra).
Como recreación de la época puede ser efectivo, pero como valor puramente teatral, el resultado obtenido por Carlos Martín y Santiago Sánchez es más discutible. Un espectador marciano, como ese en el que pretendemos reencarnarnos cada vez que visitamos un teatro, ve este entremés y se queda con la boca desencajada (o lo que tenga). Algo parecido pasa con la parte televisiva: es reconocible cierto tipo de programa nostálgico y de debate, pero ¿realmente queremos ver eso en el teatro?
Así que cuando más nos gusta la obra es cuando se vuelve más natural (y no deja de ser este un adjetivo equívoco dado lo artificioso del esquema narrativo). Cuando el personaje de Adolfo transita entre su estancia en el hospital y sus supuestos recuerdos políticos, la obra adquiere una fluidez que los recursos más teatreros se empeñan en entorpecer.
Y el mayor mérito se lo tenemos que otorgar a Antonio Valero, que sabe jugar con los tres planos de su personaje con más soltura que los escritores y los directores. En el plató es un político convincente con discurso propio (para que podamos decir, “ya no se hacen políticos como los de antes”); en los recuerdos de la Transición es un entusiasta del cambio incomprendido y acosado; y en el hospital es un paciente desvalido y tierno. El único momento en el que le vemos algo incómodo es cuando tiene que ponerse a bailar y cantar con los otros actores en varios remixes que sin ser nostálgicos tampoco llegan a ser realmente paródicos (qué mala suerte que a Valero le vuelva a tocar apechugar con estas interferencias, como ya le sucedió en Electra).
El resto del reparto también da naturalidad a sus múltiples personajes y facilitan esa “transición” estructural que de otra manera podría haberse convertido en un galimatías. La escenografía de Dino Ibáñez igualmente ayuda a agilizar los cambios de registro, aunque las pantallas cuadriculadas no facilitan demasiado la visión.
La última escena, aunque sea esperada, no pierde en emoción. Lo que nos hace pensar que quizá si los autores hubieran dejado aparte cierto simbolismo setentero y un hincapié didáctico que a veces cae en “la Transición para dummies” para centrarse en los personajes y en su vida real (que no pública), todos habríamos ganado con una obra más a contracorriente, pero también más sincera.
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