lunes, 29 de abril de 2013

Esperando a Godot (Teatro Valle-Inclán)


Todos hemos experimentado alguna vez el “efecto turifel”, aunque no necesariamente en la Torre Eiffel. Esta decepción al ver finalmente en vivo un monumento que conocemos de sobra gracias a todo tipo de reproducciones, por muy asumida que se tenga, siempre acaba por arruinar cualquier atisbo de revelación estética. 

Quizá ha llegado el momento de empezar a hablar de un “efecto Beckett”: la influencia del genio irlandés es de tal magnitud en el último medio siglo que su obra original, vista en escena tal cual, ha perdido pegada. Sí, porque se Beckett puede seguir provocando el mismo estado de estupefacción y temblor al leerlo, pero por muy bien que se represente, siempre nos dará la sensación de que le falta algo.

Porque este Esperando a Godot de Alfredo Sanzol es irreprochable. Para empezar, la versión de Ana María Moix es juguetona y perspicaz hasta el detalle; los actores, los habituales en Sanzol, están tan certeros como siempre que se juntan; el tono, humorístico hasta el desgarro, depresivo como una carcajada salvaje; y la iluminación de Pedro Yagüe es matizada y aunque pueda pasar inadvertida (como debe ser), es de una gran riqueza.

Entonces, ¿por qué al finalizar la función los actores fueron saludados con aplausos de reconocimiento pero tan llamativamente fríos? Por muy sabidas que nos la tengamos, una obra de Shakespeare bien hecha siempre es una experiencia teatral que sacude al espectador. Incluso una regular siempre aporta algo nuevo cada vez. Pero este texto de Beckett, magistral como es, ya no nos puede noquear como hace sesenta años. Y dentro de otros sesenta seguirá siendo una referencia, pero nos hemos ahogado en el becketismo. 

En cualquier caso, la asistencia a este montaje sigue siendo recomendable. Primero porque vemos cómo se las apaña Sanzol con un texto ajeno, y sale de la prueba con notable. Como no podía ser de otra manera, atrae a Beckett hacia su terreno (por otra parte, como él mismo admite, un terreno abonado de becketismo), pero a la vez sabe explotar las mejores características del texto, logrando equilibrar la ecuación sin que se le desborde por ninguno de sus peligrosos extremos.

También el esfuerzo de los actores merece nuestro reconocimiento. Parece como si Paco Déniz y Juan Antonio Lumbreras jugaran a contracampo. El primero incorpora un Estragón vulnerable en su fortaleza, siempre perdido en sus olvidos y con ganas de huir, pero sin energías. Una energía que le sobra al portentoso Vladimir de Lumbreras, determinado en su impotencia, capaz de encontrar ilusión un momento antes de ahorcarse. 

El Pozzo de Pablo Vázquez literalmente hace temblar las paredes del Valle-Inclán con sus voces. Tan odioso en el primer acto como desamparado en el segundo, impone un ritmo en sus apariciones que hacen que la obra suba cuando él y Juan Antonio Quintana están en escena. Por cierto, que este último tiene el momento más divertido de la noche cuando se pone a hablar paralelamente. Qué grande es esa escena y qué funesta influencia ha tenido en cientos de escritores posteriores.

Esperando a Godot no sería Esperando a Godot sin espectadores que se fueran antes del final. En este caso una pareja de las primeras filas representó una escena muy becketiana: ella se fue a toda prisa y sin mirar atrás: él tuvo que hacerse cargo del paraguas que se había quedado enganchado, y durante un interminable minuto luchó por salir del enredo con dignidad. Al final él se fue y el paraguas se quedó, paciente.

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