domingo, 21 de abril de 2013

El pimiento Verdi (Teatros del Canal)


Si Verdi levantara la cabeza... suponemos que se pondría loco de contento al ver esta obra en su honor (no nos atreveríamos a decir lo mismo en cuanto a Wagner). Y no solo porque las tretas de Boadella hacen que la batalla entre ambos compositores en El pimiento Verdi esté decidida desde el principio, sino porque el sentimiento que predomina en el público es el de la felicidad, o esa cosa tan parecida que provoca la música en sus mejores momentos. 

Y eso que la música tiene que superar las trampas que el propio Boadella se pone, pero que en esta ocasión es capaz de superar con ingenio y vivacidad. El primer escollo es que la pareja wagneriana es presentada de una manera tan maniquea que casi dan ganas de ponerse de su lado. Son altivos, antipáticos, soberbios, y por si no quedara clara su necedad, hasta son vegetarianos. No queda explícito, pero seguro que son socialdemócratas. 

Otro obstáculo para la fluidez del espectáculo puede ser el camarero interpretado por Jesús Agelet. Parece puesto ahí como vía de escape para que Boadella de rienda suelta a sus habituales boutades, pero en esta ocasión da en la diana la mayoría de las veces y supone un escape cómico atinado, en gran parte gracias a la soltura de Agelet, que evita lo que podía caer en la ranciedad gracias a una mirada ingenua y natural. 

En cualquier caso, se trata de resbalones que no manchan un espectáculo alegre y bien engrasado. Con una puesta que facilita el intercambio de desafíos sin caer en la mecánica, Boadella transita por el alambre del costumbrismo ya desde el decorado de Josune Cañas, pero de una manera sutil se eleva por encima del popurrí de alta gama entretejiendo una trama liviana pero deliciosa.

Uno de sus grandes aciertos ha sido la elección del reparto. José Manuel Zapata está pletórico tanto en sus momentos musicales como en los más cómicos, y su encarnación de Verdi, por poco realista que pueda parecer, es defendida con orgullo. María Rey-Joly siempre parece la opción más idónea: como soprano ya sabemos de su excelencia, pero aquí supera escenas en principio tan chuscas como la de la versión wagneriano-polvoresca o su sufrida asistencia a una ópera del maestro germano manteniendo siempre la elegancia. Como momento culminante en el apartado cómico de la obra elegimos la narración del argumento de La valquiria, con un Zapata al borde de la extenuación y una retransmisión deportiva del desenlace que es de antología.

La pareja wagneriana, pese a asumir los papeles más desagradables, no pierde en la comparación. Antoni Comas se pone las botas germanas con una facilidad que incluso podría parecer preocupante. Y cuando empieza a cantar parece que ese es su medio natural, que en la vida real podría pasarse el día cantando y a nadie le parecería extraño. Elvia Sánchez le secunda con tino y lo da todo en una batalla que parecía tener perdida desde el principio.

Luis Álvarez y Borja Mariño tienen un papel más secundario, pero siempre están al quite. El primero apoya a Agelet en su tarea de dar continuidad al repertorio a la vez que funciona como elemento cómico (siempre con una zarzuela que afloje la tensión), y Mariño se multiplica como actor, cantante y pianista. Quizá el mejor momento musical de la obra se consigue cuando todos se unen en el coro Va pensiero que contrasta con las tesis antisemitas de Wagner. 

Y después de esto, se produce la parte para nosotros más discutible del espectáculo. Con las máscaras quitadas, las parejas se unen y se inicia una mezcla de ópera con música de Verdi y trama wageneriana. Si hasta entonces se había evitado caer en una especie de “greatest hits”, ahora el juego se acaba y se suceden momentos musicales, de gran calidad, no hay duda, pero también sin chispa. La puesta dentro de la puesta se hace banal y los juegos de luces de Bernat Jansà quedan algo grandilocuentes en comparación con los recursos de puesta en escena supuestamente improvisada. Lo confesamos, esos veinte minutos se nos hicieron más largos que todo el resto de la obra. 

Pero no nos quejemos demasiado, que regalos como este no son tan comunes. Además, pese a que el bajón se produce precisamente al final, la sensación de euforia logra imponerse. Y que Viva el rey de Italia. 

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