lunes, 7 de octubre de 2013

Seuls (Teatro Valle-Inclán)

Nos gusta que en una obra de teatro haya de todo: carcajadas, lágrimas, espacio para la reflexión, estallidos emocionales, preguntas y propuestas. Durante hora y media Seuls nos ofreció todos estos ingredientes en un destilado magistral, más encomiable aún si se tiene en cuenta que se trata de un “solo”. Por eso nuestra decepción fue todavía mayor cuando en la última parte de la función Wajdi Mouawad se deja llevar por el regodeo y durante más de 20 minutos cae en la más indulgente... En realidad hay un término muy expresivo que podría definir a la perfección este fragmento de la obra, pero preferimos dejarlo en “niñería”.

Desde hace años el arte francófono nos ha ofrecido un género novedoso (como todos, en realidad cuenta con numerosos antecedentes, pero su explosión es más reciente) que ya cuenta hasta con un tópico propio: la búsqueda de la propia identidad. En otros lugares (en este, sin ir más lejos), este género ha dado pie a empalagosos egotrips disfrazados de autoficción, pero por algún motivo escritores, cineastas y dramaturgos franceses han logrado elevarse por encima del solipsismo para ofrecer creaciones verdaderamente sinceras y emotivas.

En Seuls, Mouawad no cuenta su propia historia, pero sí la de alguien muy parecido a él. Un libanés exiliado en Canadá que pierde el rastro de sus raíces (otro cliché al que felizmente Mouawad sabe sacar punta) y que cae en la catatonia, quizá por un revés romántico, quizá por la falta de perspectivas. Los recuerdos de infancia y sus relaciones familiares son a la vez un anclaje pesado que no le permiten vivir su vida y una guía para alcanzar el conocimiento. Por fuerza, en esta dialéctica acabará por haber víctimas.

Tampoco es gratuito ni un mero guiño entre colegas el recurso a la investigación sobre el teatro de Robert Lepage. El arte es un método idóneo para la catarsis, para llegar a conocer la verdad a través de la creación, aunque sea ajena. En la explicación final sobre la conclusión de la tesis de Harwan comprendemos que el teatro, como contenedor de espacios y lugares, es el lugar perfecto en el que entablar una batalla entre las múltiples personalidades que conforman el individuo y tratar de llegar a una tregua interior.

La extraordinaria escena de la conversación entre Harwan y su padre comatoso es un monumento a la creación dramática. En ella Mouawad da lo mejor de sí mismo tanto en escritura como en actuación. En el primer aspecto, desarrolla una serie de anécdotas que pasan por todos los estados de los que hablábamos al principio. Es prodigiosa su habilidad para engarzar historias, sentimientos y reproches. Todo de una manera natural, creíble, reconocible. Y para ello es necesario un actor superlativo, que resulta ser el propio Mouawad. Ya desde el principio, con su aparición en calzoncillos, Mouawad desarma al espectador. Tan vulnerable, tan patético también. Quizá Harwan no sea exactamente él, pero en el tiempo que dura Seuls la comunión es completa.

La labor en la puesta en escena de Mouaward también merece ser destacada. En una habitación muy à la Perec ideada por Emmanuel Clolus, que se va trasformando sin llamar la atención según las necesidades de cada escena, el Mouaward director hace un uso contenido pero muy expresivo de música, imágenes y voces para construir un mundo que es a la vez exterior e interior, un mundo real e imaginado, un mundo que solo tiene cabida en el cerebro... o en el teatro. Sin embargo, que Mouaward ejerza de director, autor y escritor, por muy sobresaliente que sea en cada uno de estos campos, también tiene sus peligros. Si hubiera habido alguien para pararle los pies a lo mejor no hubiera pasado lo siguiente, porque...


Tras la bellísima escena de la conversación con el padre y un divertido paso por San Petersburgo, se produce un golpe dramático de una fuerza tremenda. Un “giro de guión” justificado y clarificador. Esto no nos lo esperábamos. A ver qué viene a continuación. Pero, ay, lo que llega es el diluvio. Si el ataque pictórico de Harwan hubiera durado cinco minutos, de acuerdo, tiene un componente simbólico que aceptamos, la necesidad de dar color a su vida, de expresarse más allá de las palabras. Pero esto no da para más de 20 minutos en los que Mouawad parece poseído por Miquel Barceló mientras embadurna todo el escenario con sus pinturas. En todo este tiempo el espectador pronto deja de pensar en las implicaciones personales para desear que se le acaben de una vez los tubos de pintura y lamentar el trabajo que les espera a los encargados de la limpieza. Triste final, en el más triste sentido, para lo que hasta entonces había sido un montaje memorable.     

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