Nos
gusta que en una obra de teatro haya de todo: carcajadas, lágrimas,
espacio para la reflexión, estallidos emocionales, preguntas y
propuestas. Durante hora y media Seuls nos ofreció todos estos
ingredientes en un destilado magistral, más encomiable aún si se
tiene en cuenta que se trata de un “solo”. Por eso nuestra
decepción fue todavía mayor cuando en la última parte de la
función Wajdi Mouawad se deja llevar por el regodeo y durante más
de 20 minutos cae en la más indulgente... En realidad hay un término
muy expresivo que podría definir a la perfección este fragmento de
la obra, pero preferimos dejarlo en “niñería”.
Desde
hace años el arte francófono nos ha ofrecido un género novedoso
(como todos, en realidad cuenta con numerosos antecedentes, pero su
explosión es más reciente) que ya cuenta hasta con un tópico
propio: la búsqueda de la propia identidad. En otros lugares (en
este, sin ir más lejos), este género ha dado pie a empalagosos
egotrips disfrazados de autoficción, pero por algún motivo
escritores, cineastas y dramaturgos franceses han logrado elevarse
por encima del solipsismo para ofrecer creaciones verdaderamente
sinceras y emotivas.
En
Seuls, Mouawad no cuenta su propia historia, pero sí la de alguien
muy parecido a él. Un libanés exiliado en Canadá que pierde el
rastro de sus raíces (otro cliché al que felizmente Mouawad sabe
sacar punta) y que cae en la catatonia, quizá por un revés
romántico, quizá por la falta de perspectivas. Los recuerdos de
infancia y sus relaciones familiares son a la vez un anclaje pesado
que no le permiten vivir su vida y una guía para alcanzar el
conocimiento. Por fuerza, en esta dialéctica acabará por haber
víctimas.
Tampoco
es gratuito ni un mero guiño entre colegas el recurso a la
investigación sobre el teatro de Robert Lepage. El arte es un método
idóneo para la catarsis, para llegar a conocer la verdad a través
de la creación, aunque sea ajena. En la explicación final sobre la
conclusión de la tesis de Harwan comprendemos que el teatro, como
contenedor de espacios y lugares, es el lugar perfecto en el que
entablar una batalla entre las múltiples personalidades que
conforman el individuo y tratar de llegar a una tregua interior.
La
extraordinaria escena de la conversación entre Harwan y su padre
comatoso es un monumento a la creación dramática. En ella Mouawad
da lo mejor de sí mismo tanto en escritura como en actuación. En el
primer aspecto, desarrolla una serie de anécdotas que pasan por
todos los estados de los que hablábamos al principio. Es prodigiosa
su habilidad para engarzar historias, sentimientos y reproches. Todo
de una manera natural, creíble, reconocible. Y para ello es
necesario un actor superlativo, que resulta ser el propio Mouawad. Ya
desde el principio, con su aparición en calzoncillos, Mouawad
desarma al espectador. Tan vulnerable, tan patético también. Quizá
Harwan no sea exactamente él, pero en el tiempo que dura Seuls la
comunión es completa.
La
labor en la puesta en escena de Mouaward también merece ser
destacada. En una habitación muy à la Perec ideada por Emmanuel Clolus, que se va trasformando sin llamar la atención según las
necesidades de cada escena, el Mouaward director hace un uso
contenido pero muy expresivo de música, imágenes y voces para
construir un mundo que es a la vez exterior e interior, un mundo real
e imaginado, un mundo que solo tiene cabida en el cerebro... o en el
teatro. Sin embargo, que Mouaward ejerza de director, autor y
escritor, por muy sobresaliente que sea en cada uno de estos campos,
también tiene sus peligros. Si hubiera habido alguien para pararle
los pies a lo mejor no hubiera pasado lo siguiente, porque...
Tras
la bellísima escena de la conversación con el padre y un divertido
paso por San Petersburgo, se produce un golpe dramático de una
fuerza tremenda. Un “giro de guión” justificado y clarificador.
Esto no nos lo esperábamos. A ver qué viene a continuación. Pero,
ay, lo que llega es el diluvio. Si el ataque pictórico de Harwan
hubiera durado cinco minutos, de acuerdo, tiene un componente
simbólico que aceptamos, la necesidad de dar color a su vida, de
expresarse más allá de las palabras. Pero esto no da para más de
20 minutos en los que Mouawad parece poseído por Miquel Barceló
mientras embadurna todo el escenario con sus pinturas. En todo este
tiempo el espectador pronto deja de pensar en las implicaciones
personales para desear que se le acaben de una vez los tubos de
pintura y lamentar el trabajo que les espera a los encargados de la
limpieza. Triste final, en el más triste sentido, para lo que hasta
entonces había sido un montaje memorable.
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