La
adaptación teatral de una novela tan disparatada como Tirano Banderas ofrece extremas posibilidades de acercamiento. Por una
parte, se puede optar por una puesta en escena desenfrenada, pura
acción, retórica explosiva, fuegos artificiales. Una elección más
conservadora sería depurar la trama y quedarse con unos mimbres más
tópicos pero más seguros: la historia del dictador sudamericano
tantas veces contada.
Si
los responsables de esta versión se hubieran desinhibido, a lo mejor
les habría salido una cosa intragable, una mamarrachada
incomprensible. Pero con un poco de suerte, se habría logrado una
función divertida, loquísima, fuera de lo normal. La segunda vía
precisaría un hercúleo trabajo de ramoneo (nunca mejor dicho). Para
alcanzar algo de claridad entre tanto barullo es necesario despojar
al texto de barroquismos y definir las líneas de acción hasta
alcanzar una sencillez de exposición. Claro está, esto conlleva el
peligro de dejar a Valle-Inclán en cueros, aunque salvar el montaje
bien lo merece. Pero la adaptación de Flavio González Mello y la
dirección de Oriol Broggi se inclinan por una tercera vía
intermedia. Una tercera vía de compromiso que al final se queda en
ni chicha ni limoná.
El
inicio de la función parece que va a tirar por el primer camino. Es
decir, que no nos vamos a enterar de nada. Revolución sobre las
tablas y una amalgama de personajes que se ponen estupendos soltando
palabras extrañas en todos los dialectos del español y con sus
correspondientes acentos. Después la cosa se calma y entramos en la
historia del déspota maquiavélico y sus diferentes jugarretas. Pero
es que cada escena parece cambiar de tono. No hay foco, lo cual no
debería ser grave, pero es que parece percibirse que tampoco hay una
idea de fondo, que se trata de un juego de acumulación en la que el
despliegue de verborrea esconde la falta de sentido. En eso, tenemos
que admitirlo, la adaptación es fiel al estilo de Valle-Inclán.
De
hecho, Broggi consigue algunos destellos que indican que la obra
podría haber sido mucho más brillante de lo que finalmente vimos.
Por ejemplo, hay una escena deslumbrante de actuación y puesta en
escena en la que Pedro Casablanc, esta vez como embajador de España,
se pasea por el escenario como si estuviera viviendo un sueño
carabetero entre mágico y psicotrópico. Pero es una escena
totalmente aislada, casi sin justificación y sin continuidad. Otro
apunte fallido es la idea de la médium y sus diferentes
encarnaciones, en el que Broggi también deja en segundo plano la que
podría haber sido muy estimulante relación entre Banderas y su
hija.
Las
actuaciones también adolecen de una falta de coherencia. Emilio Echevarría como Tirano Banderas, pese a ser el único actor que no
dobla papeles, es curiosamente el más irregular. Parece que siempre
está actuando, y si bien eso se justifica en modelos de carne y
hueso, a veces también le falta convicción. Susi Sánchez da
escalofríos como médium y como madre desesperada, pero sobra
totalmente la fantochada de la aparición de Valle. El resto del
heterogéneo reparto tiene que lidiar con la descompensación de las
escenas, alternando momentos dramáticos de gran intensidad con
situaciones sin pies ni cabeza.
Reconocemos
que a la hora de ver este montaje, más que el libro en el que se
basa, nos daba garantías la dirección de Broggi y la presencia de
Pedro Casablanc. El primero, que también firma una escenografía
rica y estimulante, nos defraudó en la medida en la que no ha sabido
ofrecer un producto compacto, equilibrado. Por su parte, Casablanc
saca toda la punta posible a personajes excéntricos, anecdóticos o
sencillamente ridículos.
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