lunes, 14 de octubre de 2013

La verdad sospechosa (Teatro Pavón)

Hace poco se preguntaba Andrés Trapiello en su blog: “¿Cuándo se generalizó esa moda de atrezar las óperas y las obras de teatro clásico con lo primero que se le ocurre al director? (…) ¿Qué decir de esos Don Giovanni disfrazados de Tercer Reich o esas doña Elvira en bragas y sostén, de las que habló hace no mucho Teresa Berganza, indignada, y no sin razón, tanto por la sinrazón de esas adaptaciones como por no ver tampoco en escena a demasiados Falstaff en tanga?”.

Aunque en general estas “modernizaciones” a nosotros tampoco nos gustan, no nos oponemos a ellas por principio. Ni tan siquiera pedimos que estén justificadas: con que funcionen, es suficiente. Sin embargo, pocas veces lo hace, porque suele ser un recurso superfluo, puramente aleatorio. ¿Por qué escenificar La verdad sospechosa con un vestuario y mobiliario decimonónicos? Porque sí. ¿Funciona? Para nada. De hecho hay algo de pesado, de machacón, en la puesta en escena, que se ve agravado por esta opción tan falsa. Porque la idea de juego está muy bien, pero si luego se aplasta con “conceptos”, pierde enganche.

Un momento de este montaje de Helena Pimenta que nos parece especialmente fallido es la recreación de la fiesta. Aquí está la clave del tono de toda la obra. La inventiva de Don García se visualiza de una manera evocadora, el espectador es compelido a ver lo que el está describiendo. La música y la iluminación están puestos al servicio de la sugerencia. Pero la cosa no funciona. La artificialidad vuelve a imponerse.

Lo cierto es que la obra de Ruiz de Alarcón se apoyo sobre unos mimbres muy débiles. Este tipo de comedias siempre se construyen, contando con la benevolencia del espectador, con anécdotas tontas e inverosímiles. Por eso hay que tratar con mucho cuidado que el castillo de naipes no se venga abajo. Pero en algún momento del montaje (para nosotros en al escena de la iglesia), la gracia de la confusión de nombres acaba por cansar y ya no hay buena voluntad que valga. A la versión de Ignacio García May, que es limitada en su intervención, y eso lo apoyamos, quizá le falta pulir algunas reiteraciones, aligerar algunas escenas que caen en la redundancia y lo explicativo.

Algo similar pasa con las interpretaciones. Está bien la presunción de que un estilo entre grandilocuente y caricaturesco ayude a que la farsa avance, pero en la práctica de la sensación de que todos los actores están un poco pasados en su punto de cocción, y si no se les conociera, en algunos momentos se podría pensar que esta obra está por encima de sus posibilidades.

Lo cierto es que Rafa Castejón no nos parece el actor más apropiado para el papel de Don García ni por tipo ni por aptitudes. No es una crítica a él como actor, sino a su elección para este papel. Le falta algo de chispa, de energía con la que dar vida a su personaje. La fantástica escena en la que inventa sobre la marcha su casamiento es un prodigio de escritura y está muy bien recitada y con unas marcas actorales que dan fe de su capacidad. Y sin embargo no llega, la electricidad que se espera no se transmite al patio de butacas.

Pese al exceso de énfasis del que hablábamos más arriba, el reparto en líneas generales sale bien del envite. Fernando Sansegundo pertenece a esa raza de actores que parece llevar encarnando el mismo papel desde hace 400 años, en él sí que percibimos la realidad detrás del concepto. Joaquín Notario también conoce estos característicos al dedillo y supera algunos ataques de exceso con su habitual saber estar. Marta Poveda y David Lorente parecen ser los que mejor han comprendido la pulsión de la obra y quienes mejor manejan las posibilidades cómicas que ofrece Ruiz de Alarcón.

En general, da la impresión de que todo el montaje está muy trabajado, en esto nada que reprochar a Helena Pimenta. Lástima que sus elecciones pocas veces nos convenzan. Lástima para nosotros, claro. Parece que no se le ha sacado a la obra todo lo que podría dar de sí, que la función no es tan divertida ni tan brillante como podría haber sido. Por ejemplo, la escenografía de Alejandro Andújar, demasiado parecida a una piscina pasada de moda, juega constantemente con la idea de puertas que se abren y se cierran, un concepto muy vodevilesco. Pero falta fluidez y sombra ganas de asombrar con la pericia técnica. Solo en la escena final, cuando todas las puertas se abren y se descubre toda la verdad, la idea cobra sentido. Algo similar sucede con la iluminación de Juan Gómez Cornejo, aún más claramente expresionista que ese inclinado escenario, en el que los juegos de sombras evocan un concepto que no casa en absoluto ni con la obra ni con otras soluciones de puesta en escena.


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