Hace
poco se preguntaba Andrés Trapiello en su blog: “¿Cuándo
se generalizó esa moda de atrezar las óperas y las obras de teatro
clásico con lo primero que se le ocurre al director? (…)
¿Qué decir de esos Don Giovanni disfrazados de Tercer Reich o esas
doña Elvira en bragas y sostén, de las que habló hace no mucho
Teresa Berganza, indignada, y no sin razón, tanto por la sinrazón
de esas adaptaciones como por no ver tampoco en escena a demasiados
Falstaff en tanga?”.
Aunque
en general estas “modernizaciones” a nosotros tampoco nos gustan,
no nos oponemos a ellas por principio. Ni tan siquiera pedimos que
estén justificadas: con que funcionen, es suficiente. Sin embargo,
pocas veces lo hace, porque suele ser un recurso superfluo, puramente
aleatorio. ¿Por qué escenificar La verdad sospechosa con un
vestuario y mobiliario decimonónicos? Porque sí. ¿Funciona? Para
nada. De hecho hay algo de pesado, de machacón, en la puesta en
escena, que se ve agravado por esta opción tan falsa. Porque la idea
de juego está muy bien, pero si luego se aplasta con “conceptos”,
pierde enganche.
Un
momento de este montaje de Helena Pimenta que nos parece
especialmente fallido es la recreación de la fiesta. Aquí está la
clave del tono de toda la obra. La inventiva de Don García se
visualiza de una manera evocadora, el espectador es compelido a ver
lo que el está describiendo. La música y la iluminación están
puestos al servicio de la sugerencia. Pero la cosa no funciona. La
artificialidad vuelve a imponerse.
Lo
cierto es que la obra de Ruiz de Alarcón se apoyo sobre unos mimbres
muy débiles. Este tipo de comedias siempre se construyen, contando
con la benevolencia del espectador, con anécdotas tontas e
inverosímiles. Por eso hay que tratar con mucho cuidado que el
castillo de naipes no se venga abajo. Pero en algún momento del
montaje (para nosotros en al escena de la iglesia), la gracia de la
confusión de nombres acaba por cansar y ya no hay buena voluntad que
valga. A la versión de Ignacio García May, que es limitada en su
intervención, y eso lo apoyamos, quizá le falta pulir algunas
reiteraciones, aligerar algunas escenas que caen en la redundancia y
lo explicativo.
Algo
similar pasa con las interpretaciones. Está bien la presunción de
que un estilo entre grandilocuente y caricaturesco ayude a que la
farsa avance, pero en la práctica de la sensación de que todos los
actores están un poco pasados en su punto de cocción, y si no se
les conociera, en algunos momentos se podría pensar que esta obra
está por encima de sus posibilidades.
Lo
cierto es que Rafa Castejón no nos parece el actor más apropiado
para el papel de Don García ni por tipo ni por aptitudes. No es una
crítica a él como actor, sino a su elección para este papel. Le
falta algo de chispa, de energía con la que dar vida a su personaje.
La fantástica escena en la que inventa sobre la marcha su casamiento
es un prodigio de escritura y está muy bien recitada y con unas
marcas actorales que dan fe de su capacidad. Y sin embargo no llega,
la electricidad que se espera no se transmite al patio de butacas.
Pese
al exceso de énfasis del que hablábamos más arriba, el reparto en
líneas generales sale bien del envite. Fernando Sansegundo pertenece
a esa raza de actores que parece llevar encarnando el mismo papel
desde hace 400 años, en él sí que percibimos la realidad detrás
del concepto. Joaquín Notario también conoce estos característicos
al dedillo y supera algunos ataques de exceso con su habitual saber
estar. Marta Poveda y David Lorente parecen ser los que mejor han
comprendido la pulsión de la obra y quienes mejor manejan las
posibilidades cómicas que ofrece Ruiz de Alarcón.
En
general, da la impresión de que todo el montaje está muy trabajado,
en esto nada que reprochar a Helena Pimenta. Lástima que sus
elecciones pocas veces nos convenzan. Lástima para nosotros, claro.
Parece que no se le ha sacado a la obra todo lo que podría dar de
sí, que la función no es tan divertida ni tan brillante como podría
haber sido. Por ejemplo, la escenografía de Alejandro Andújar,
demasiado parecida a una piscina pasada de moda, juega constantemente
con la idea de puertas que se abren y se cierran, un concepto muy
vodevilesco. Pero falta fluidez y sombra ganas de asombrar con la
pericia técnica. Solo en la escena final, cuando todas las puertas
se abren y se descubre toda la verdad, la idea cobra sentido. Algo
similar sucede con la iluminación de Juan Gómez Cornejo, aún más
claramente expresionista que ese inclinado escenario, en el que los
juegos de sombras evocan un concepto que no casa en absoluto ni con
la obra ni con otras soluciones de puesta en escena.
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