Hace poco nos lamentábamos de que se haya convertido en una tradición
representar a Chéjov como si sus obras fueran letanías, con tanto
respeto que solo produce el mismo aburrimiento que una misa eterna.
Pero nunca hemos estado más satisfechos de poder rectificar tan
pronto, porque la versión de El huerto de los guindos que nos ofrece
Raúl Tejón, con el debido respeto y la seriedad merecida, está
llena de vida, de pasión. Hay un momento en el que Consuelo Trujillo
se mira en un espejo mientras la acción continúa a su alrededor. Su
magnetismo es tal que su energía llega al espectador de una manera
casi física y su desmayo va más allá de la actuación. Dan ganas
de gritar ¡corten! y que todos nos tomemos un respiro.
La
experiencia de tener a los actores a un palmo, como sucede en La Casade la Portera, es un arma de doble filo. Si la función naufraga, la
educación poco podrá hacer para disimular el desastre. Y para los
actores la situación es todavía más compleja: aquí no hay espacio
para los trucos, para las rutinas. Es un teatro en primer plano a
prueba de espejismos. Por suerte todo el reparto de El huerto de los
guindos parece contagiado por ese estado de trance que transforma esa
cercanía en incorporeidad, que pese a lo artificioso de la
situación, los convierte más que nunca en reales... No, no son
reales, es algo más allá. Pero dejémonos nosotros de letanías.
Cuando
los espectadores llegan, ya les está esperando Nacho Fresneda, en un
duermevela, lo que incide en el carácter onírico de lo que estamos
a punto de ver. Sin efectos de puesta en escena, ni iluminación, ni
música evocadora, ya nos encontramos de pleno donde Tejón ha
querido que estemos. Fresneda se despertará, y ya se impondrá hasta
el final de la función. Su López deja claro su complejo de
inferioridad, su simbolismo como representante de los nuevos tiempos,
sus ganas de revancha y su arrepentimiento por el éxito. Y sobre
todo su incapacidad para tomar la decisión más importante. Cuando,
ya al final, no se atreva a coger esa mano, dan ganas de gritarle, de
darle un empujón.
La
Varia de este López es Bárbara Santa Cruz, la abnegada, la delicada
Varia. Pero también el torbellino. Varia es el personaje que
aparenta fortaleza y seguridad, el sostén de la casa que nunca ha
acabado de sentir como suya, pero que en el fondo no está segura de
nada, que teme el futuro y quizá se conformaría con visitar los
santuarios de Europa. Porque sabe que lo máximo a lo que puede
aspirar es a conformarse. Santa Cruz transmite esta mezcla de
constancia e ilusión perdida con una naturalidad escalofriante. Sus
lágrimas finales son uno de esos momentos que lo efímero del teatro
harán inolvidables.
Si
Fresnada es la fuerza bruta y Santa Cruz la delicadeza, Consuelo
Trujillo es la elegancia. Pero no una elegancia frívola, sino la
personificación de otra época que ya ha perdido su sentido, y lo
sabe. De la misma manera que es consciente de que su amante se
aprovecha de ella y de que su casa ya no volverá a ser nunca suya,
la madre de la familia asume que el fin de una era ha llegado y que
se la llevará a ella por delante. La presencia de Trujillo es una
lección de clase, de saber estar, y momentos como el del espejo una
demostración de que la emanación de un actor puede llegar mucho más
lejos que su mera presencia física.
Frente
a la pesadumbre de Varia, Ania al principio parece el soplo de aire
fresco, la alegría que necesita la casa para revivir. Pero Sabrina Praga pronto deja claro que se trata de otro espejismo, que está
igual de perdida que el resto de la familia. A Carles Francino le ha
tocado el personaje un poco pelma de la obra, con sus retahílas
filosóficas y moralistas. Pero Raúl Tejón también ha sabido
modular el texto para no caer en lo admonitorio y con este apoyo
Francino da color a su personaje para evitar el tono sermoneador. Por
cierto que también valoramos la labor de Tejón para no olvidarse de
la parte cómica de la obra, expresada en momento puntuales de gran
efectividad, pero también en otros niveles de lectura.
En
este sentido, Alicia González y David González podrían ser la
pareja cómica de la función, los sirvientes del teatro clásico que
están allí para recordar a sus señores su ridiculez. Pero también
en ellos hay tragedia, ese punto de desesperación que se podría
denominar “el toque Chejov”. Aunque el verdadero objeto de todos
los golpes es Germán Torres, el hermano vago y que habla demasiado.
Pero por muy imbécil que sea su personaje, Torres consigue que
también empaticemos con él, como cuando es agredido por López y
tiene que refugiarse en la caricatura de sí mismo en la que se ha
convertido. Tampoco podemos olvidarnos de Felipe G. Velez,
encarnación de la delicadeza con la que esta pensada y llevada a
escena esta obra.
No
sabemos si en Madrid habrá uno de esas “casas del horror” en la
que una puesta en escena sangrienta y unos actores disfrazados de
demonios y psicópatas aterrorizan a los visitantes, pero lo que si
hay es una casa con fantasmas. Porque lo que vimos en La Casa de la
Portera no fue una obra de teatro, sino una cita con espectros del
pasado que se manifestaron con una viveza insólita. Fue un regreso a
la vieja casa.
Soberbia critica. Tras haberla visto me has hecho percibir facetas que no habia sentido cuando fui.
ResponderEliminarMuchas gracias. Un montaje tan rico como este siempre da pie a multitud de interpretaciones personales.
EliminarEsa magia de poder subir a las "tablas de un escenario", estar presente, sentir el arte en cada recoveco de la casa. Respirar el talento, y ser protagonista sin involucrarte es algo que jamás olvidaré.
ResponderEliminarCierto, sin llegar a ser teatro participativo, el espectador se siente totalmente inmerso en el mundo de Chéjov.
Eliminar