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jueves, 13 de noviembre de 2014

Cuando deje de llover (Matadero Madrid)

Ir al teatro nunca es algo rutinario para nosotros. Pese a numerosas decepciones y torturas, siempre conservamos algo de esperanza, la mente abierta a encontrarnos algo diferente. Pero lo cierto es que hay épocas en las que se hace más difícil mantener las ilusiones. Una mala racha, un mal día, unas perspectivas poco halagüeñas. Así que hay ocasiones en las que nuestra mayor anhelo es que la duración de la obra sea menor de la anunciada. Puede sonar cínico, pero quizá tener las expectativas bajas también pueda ser de ayuda. Así, cuando te encuentras con una buena obra, esta adquiere tintes de revelación. En los momentos de desengaño, después de ver un engendro alemán, por ejemplo, es recomendable recordar estas sorpresas, cuando tuviste tan claro por qué te gusta tanto el teatro.

Cuando deje de llover puede parecer una obra al rebufo de ciertos temas de actualidad que han conquistado la ficción hasta convertirse en tópicos manidos y ya un poco cansinos, pese a su primario poder de convulsión y emoción: la pederastia y el alzheimer. Pero la escritura de Andrew Bovell es tan sutil, tan pudorosa, que el espectador no detecta en ningún momento la explotación de la fórmula ni el morbo, sino que reconoce a personas reales, con todo su dolor, sus frustraciones y sus miedos. De igual manera, la estructura de la trama puede sonar artificiosa, con todos esos cambios de espacio temporal y físico, imbricados a través de referencias cruzadas y repetidas, un poco al estilo de Las horas. Pero la elegancia de Bovell se manifiesta en la facilidad con la que estas capas de realidad se superponen. Al principio es confuso y el espectador tendrá que poner mucho de su parte para seguir el hilo de la historia, pero cuando da con la clave, todo se vuelve claro y coherente, aunque no vendría mal volver a ver la obra ya avisado de sus secretos desde el principio.

Este inicio es un solo prodigioso de Ángel Savín. No somos muy aficionados al teatro narrativo, pero cuando un actor toma la medida de su personaje y es capaz de encandilar al espectador con el solo poder de su voz y de una historia sencilla, hay que presentar armas. Además, el relato de Savín se convierte en una red que irá expandiéndose hasta cubrir toda la narración. Julián Fuentes Reta sabe conducir con mano segura el progreso de la historia, con puntas de emoción que no se le van de las manos y una gran habilidad para evitar la dispersión a través de concisas soluciones de dirección. Con escenas desconcertantes en un principio, desbordantes de sentimiento según se van desarrollando, el espectador tendrá que ir completando un puzle en el que las piezas se van dando la vuelta poco a poco, con saltos hacia delante y hacia atrás, y que solo cobrará pleno significado en la última escena, una preciosa reunión que sirve como expiación colectiva.

Y lo cierto es que la función está repleta de bellas imágenes. La escenografía de Iván Arroyo está plenamente integrada con el texto de Bovill, consiguiendo hacer sencillo lo que parece casi imposible de llevar a las tablas, con tantas transiciones y cambios de perspectiva. Pero si la escenografía es eficaz, la iluminación de Jesús Almendro es milagrosa, un despliegue de recursos simples pero de gran calado que dan a este montaje un sello propio e inolvidable. Escenas como la de Gabriel y Gabrielle en la playa, bajo el cielo rojo, o la de la ascensión a la montaña, son memorables composiciones que conjugan una impacto visual aturdidor con un desarrollo dramático conmovedor. Es una lástima, pero tenemos que apuntarlo, que el sonido no esté a la altura del resto del montaje*.

Una obra como Cuando deje de llover se merece un reparto a la altura, y el de este montaje parece atravesado pero el fulgor de la historia. Si para el espectador es gratificante (podríamos decir catártico, ya que hablamos de teatro) asistir a una representación como esta, para un actor debe de ser una experiencia que marque. Susi Sánchez, como esa Gabrielle adulta y perdida, está una vez más pletórica. Su personaje es el que más puede remover al espectador, pero Sánchez prefiere alejarse de la obviedad, ni tan siquiera reclama compasión. Es fuerte en su decadencia, ligera en sus evocaciones, resuelta en su determinación. Felipe G. Vélez es un Joe fantástico, comprensivo con Gabrielle y siempre dispuesto a ayudar, incluso cuando la rendición es inminente. Ángela Villa, la Gabrielle joven, es mucho más desenvuelta, con un toque algo chabacano, decidida a que nadie vuelva a hacerle daño nunca más. Su relación con Jorge Muriel es una pequeña y perfecta historia de amor, como una canción de los Smith, y Muriel, que como traductor de la obra se tiene que conocer todos sus secretos, transmite sus ilusiones y su ansia de respuestas con claridad.

En la otra pareja nos encontramos con Consuelo Trujillo, una Elizabeth madura fuerte y antipática, incapaz de reconocer sus errores. Más tarde comprenderemos de donde viene su resentimiento, pero al principio parece fría y desdeñosa. Trujillo, que tiene esa capacidad de las grandes actrices para marcar territorio e imponer respeto, no dejará pasar ni una. Cuando vemos a Pilar Gómez como la Elizabeth joven, la primera impresión no es muy acogedora y solo según se va desarrollando su relación con Pepe Ocio irá cogiendo el ritmo apropiado y la contundencia que se espera de ella. Ocio vive un drama del que es el principal culpable. En ningún momento convierte a su Henry en un monstruo, y su figura se irá gastando hasta convertirse en un espectro. El último personaje en aparecer es Andrew, que no tiene la entidad del resto de los personajes y cuya función es instrumental, pero Borja Maestre no desdeña el papel y le da la gravedad que reclama.

*Ciertamente, el Matadero no es el lugar más apropiado en cuestiones acústicas, y un montaje como el de Cuando deje de llover, "a cuatro bandas", ofrece dificultades extraordinarias. En cualquier caso, nos han asegurado que muchas de las deficiencias del estreno se han solventado con éxito. 


martes, 17 de diciembre de 2013

El huerto de los guindos (La Casa de la Portera)

Hace poco nos lamentábamos de que se haya convertido en una tradición representar a Chéjov como si sus obras fueran letanías, con tanto respeto que solo produce el mismo aburrimiento que una misa eterna. Pero nunca hemos estado más satisfechos de poder rectificar tan pronto, porque la versión de El huerto de los guindos que nos ofrece Raúl Tejón, con el debido respeto y la seriedad merecida, está llena de vida, de pasión. Hay un momento en el que Consuelo Trujillo se mira en un espejo mientras la acción continúa a su alrededor. Su magnetismo es tal que su energía llega al espectador de una manera casi física y su desmayo va más allá de la actuación. Dan ganas de gritar ¡corten! y que todos nos tomemos un respiro.

La experiencia de tener a los actores a un palmo, como sucede en La Casade la Portera, es un arma de doble filo. Si la función naufraga, la educación poco podrá hacer para disimular el desastre. Y para los actores la situación es todavía más compleja: aquí no hay espacio para los trucos, para las rutinas. Es un teatro en primer plano a prueba de espejismos. Por suerte todo el reparto de El huerto de los guindos parece contagiado por ese estado de trance que transforma esa cercanía en incorporeidad, que pese a lo artificioso de la situación, los convierte más que nunca en reales... No, no son reales, es algo más allá. Pero dejémonos nosotros de letanías.

Cuando los espectadores llegan, ya les está esperando Nacho Fresneda, en un duermevela, lo que incide en el carácter onírico de lo que estamos a punto de ver. Sin efectos de puesta en escena, ni iluminación, ni música evocadora, ya nos encontramos de pleno donde Tejón ha querido que estemos. Fresneda se despertará, y ya se impondrá hasta el final de la función. Su López deja claro su complejo de inferioridad, su simbolismo como representante de los nuevos tiempos, sus ganas de revancha y su arrepentimiento por el éxito. Y sobre todo su incapacidad para tomar la decisión más importante. Cuando, ya al final, no se atreva a coger esa mano, dan ganas de gritarle, de darle un empujón.

La Varia de este López es Bárbara Santa Cruz, la abnegada, la delicada Varia. Pero también el torbellino. Varia es el personaje que aparenta fortaleza y seguridad, el sostén de la casa que nunca ha acabado de sentir como suya, pero que en el fondo no está segura de nada, que teme el futuro y quizá se conformaría con visitar los santuarios de Europa. Porque sabe que lo máximo a lo que puede aspirar es a conformarse. Santa Cruz transmite esta mezcla de constancia e ilusión perdida con una naturalidad escalofriante. Sus lágrimas finales son uno de esos momentos que lo efímero del teatro harán inolvidables.

Si Fresnada es la fuerza bruta y Santa Cruz la delicadeza, Consuelo Trujillo es la elegancia. Pero no una elegancia frívola, sino la personificación de otra época que ya ha perdido su sentido, y lo sabe. De la misma manera que es consciente de que su amante se aprovecha de ella y de que su casa ya no volverá a ser nunca suya, la madre de la familia asume que el fin de una era ha llegado y que se la llevará a ella por delante. La presencia de Trujillo es una lección de clase, de saber estar, y momentos como el del espejo una demostración de que la emanación de un actor puede llegar mucho más lejos que su mera presencia física.

Frente a la pesadumbre de Varia, Ania al principio parece el soplo de aire fresco, la alegría que necesita la casa para revivir. Pero Sabrina Praga pronto deja claro que se trata de otro espejismo, que está igual de perdida que el resto de la familia. A Carles Francino le ha tocado el personaje un poco pelma de la obra, con sus retahílas filosóficas y moralistas. Pero Raúl Tejón también ha sabido modular el texto para no caer en lo admonitorio y con este apoyo Francino da color a su personaje para evitar el tono sermoneador. Por cierto que también valoramos la labor de Tejón para no olvidarse de la parte cómica de la obra, expresada en momento puntuales de gran efectividad, pero también en otros niveles de lectura.

En este sentido, Alicia González y David González podrían ser la pareja cómica de la función, los sirvientes del teatro clásico que están allí para recordar a sus señores su ridiculez. Pero también en ellos hay tragedia, ese punto de desesperación que se podría denominar “el toque Chejov”. Aunque el verdadero objeto de todos los golpes es Germán Torres, el hermano vago y que habla demasiado. Pero por muy imbécil que sea su personaje, Torres consigue que también empaticemos con él, como cuando es agredido por López y tiene que refugiarse en la caricatura de sí mismo en la que se ha convertido. Tampoco podemos olvidarnos de Felipe G. Velez, encarnación de la delicadeza con la que esta pensada y llevada a escena esta obra.


No sabemos si en Madrid habrá uno de esas “casas del horror” en la que una puesta en escena sangrienta y unos actores disfrazados de demonios y psicópatas aterrorizan a los visitantes, pero lo que si hay es una casa con fantasmas. Porque lo que vimos en La Casa de la Portera no fue una obra de teatro, sino una cita con espectros del pasado que se manifestaron con una viveza insólita. Fue un regreso a la vieja casa.