lunes, 23 de diciembre de 2013

Montenegro (Teatro Vallé-Inclán)

En algunos momentos dispersos de la representación, cuando nuestra atención ya estaba exhausta y nuestro sistema nervioso al borde del colapso, nos preguntamos por qué Vallé-Inclán habrá pervivido. La inmensa mayoría de los dramaturgos de su época hoy no son recordados más que en algunos manuales, y desde luego nadie piensa en su puesta en escena. Sin embargo, Vallé-Inclán, no solo sigue siendo respetado y montado, sino que su nombre pervive como una de las glorias del teatro español y ha dado nombre a la nueva sede del Centro Dramático Nacional.

Para nosotros, lo confesamos (porque estas cosas hay que confesarlas), solo mantiene su vitalidad Luces de Bohemia. Leer a Valle, tan recargado y pomposo, es un suplicio, y sus adaptaciones teatrales nos dan dolor de cabeza. Podríamos pensar que el personaje de Valle, tan atractivo, tan fácil de convertir en modelo, ha facilitado que su obra siga estando en boga. Pero no creemos que sea suficiente. Además, eso solo valdría para esa minoría que vive de la impostura, y el teatro al que da nombre estaba a reventar durante la función de Montenegro a la que asistimos. Valle sigue siendo un éxito de crítica y público. Así que cabe la posibilidad de que seamos nosotros los equivocados. Cosas más raras se han visto.

Como siempre, dejamos nuestros prejuicios en el guardarropa y nos sentamos a ver Montenegro con la mente abierta. Al principio parecía que el montaje de Ernesto Caballero nos iba a ganar. Ese arranque espectacular, con tormenta, brujas, caballos, barcos... Es electrizante y hace presagiar una visión iluminada, creativa. El decorado de José Luis Raymond es sugerente y no dejará de dar juego durante las más de tres horas de función. Pero por desgracia no pasa lo mismo con lo demás. Pronto todo se embarrulla, y si durante la primera parte todavía se sostiene algo de interés, la última hora es como un reto en el que las escenas se alargan (la de la iglesia parece no terminar nunca) y hasta diríamos que al director se le han cruzado los cables en el momento de la visión luciferina, que recuerda a aquella escena marciana de En la vida todo es verdad y todo mentira. No parece que los momentos oníricos sean el punto fuere de Caballero.

En sus momentos más inspirados, la puesta de Caballero recuerda a Complicité, pero le falta algo de sorpresa, ese impacto que se quede grabado en el espectador. Todo el apartado técnico es estimable, desde la iluminación Valentín Álvarez, que retrata los matices lumínicos del día y de la noche de una manera prodigiosa, hasta el vestuario de Rosa García Andujar, expresivo y muy acorde con el tono al límite de esta adaptación. También nos gustó la música de Javier Coble, pese a algunos momentos “tachán”.

En lo que respecta a los actores, igualmente realizan una labor muy estimable. Ramón Barea es una elección perfecta para Montenegro. Se deja el pellejo en el escenario, apabullante la mayor parte del tiempo, pero también retraído y sufriente en la parte final. Para valorar a David Boceta bastará con decir que nos parece que abandona el primer plano demasiado pronto, se le echará en falta. Rebeca Matellán mantiene un personaje reconocible pese a su evolución un poco a conveniencia del autor y está tan bien en su parte de modosa enamorada como cuando le toca sufrir como a una perdida.

Dentro de un grupo bien ensamblado, también destacan Janfri Topera, el impertinente bufón que les canta las verdades a su señor; EduSoto, el loco del pueblo que también ejerce como representación de la difusa moral del pueblo; y Ester Bellver, la sirena embaucadora, que por cierto protagoniza una de las escenas más destacadas de la función cuando lee las cartas de manera ilustrada. 

Así pues, la dirección es estimulante y en no pocos momentos reveladora; la producción brilla en cada uno de sus apartados; y el elenco se muestra a gran altura. Y sin embargo, la función nos pareció pesada y aplastada por el peso de su barroquismo. Todo es tan truculento, tan pretendidamente grave, tan campanudo, que se queda a un paso de la parodia. No creemos que en este caso caiga en ella, pero sí en lo artificial, en lo impostado, en lo falso. Y en teatro no hay nada tan mortífero como lo falso.


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