En
algunos momentos dispersos de la representación, cuando nuestra
atención ya estaba exhausta y nuestro sistema nervioso al borde del
colapso, nos preguntamos por qué Vallé-Inclán habrá pervivido. La
inmensa mayoría de los dramaturgos de su época hoy no son
recordados más que en algunos manuales, y desde luego nadie piensa
en su puesta en escena. Sin embargo, Vallé-Inclán, no solo sigue
siendo respetado y montado, sino que su nombre pervive como una de
las glorias del teatro español y ha dado nombre a la nueva sede del
Centro Dramático Nacional.
Para
nosotros, lo confesamos (porque estas cosas hay que confesarlas),
solo mantiene su vitalidad Luces de Bohemia. Leer a Valle, tan
recargado y pomposo, es un suplicio, y sus adaptaciones teatrales nos
dan dolor de cabeza. Podríamos pensar que el personaje de Valle, tan
atractivo, tan fácil de convertir en modelo, ha facilitado que su
obra siga estando en boga. Pero no creemos que sea suficiente.
Además, eso solo valdría para esa minoría que vive de la
impostura, y el teatro al que da nombre estaba a reventar durante la
función de Montenegro a la que asistimos. Valle sigue siendo un
éxito de crítica y público. Así que cabe la posibilidad de que
seamos nosotros los equivocados. Cosas más raras se han visto.
Como
siempre, dejamos nuestros prejuicios en el guardarropa y nos sentamos
a ver Montenegro con la mente abierta. Al principio parecía que el
montaje de Ernesto Caballero nos iba a ganar. Ese arranque
espectacular, con tormenta, brujas, caballos, barcos... Es
electrizante y hace presagiar una visión iluminada, creativa. El
decorado de José Luis Raymond es sugerente y no dejará de dar juego
durante las más de tres horas de función. Pero por desgracia no
pasa lo mismo con lo demás. Pronto todo se embarrulla, y si durante
la primera parte todavía se sostiene algo de interés, la última
hora es como un reto en el que las escenas se alargan (la de la
iglesia parece no terminar nunca) y hasta diríamos que al director
se le han cruzado los cables en el momento de la visión luciferina,
que recuerda a aquella escena marciana de En la vida todo es verdad y todo mentira. No parece que los momentos oníricos sean el punto
fuere de Caballero.
En
sus momentos más inspirados, la puesta de Caballero recuerda a
Complicité, pero le falta algo de sorpresa, ese impacto que se quede
grabado en el espectador. Todo el apartado técnico es estimable,
desde la iluminación Valentín Álvarez, que retrata los matices
lumínicos del día y de la noche de una manera prodigiosa, hasta el
vestuario de Rosa García Andujar, expresivo y muy acorde con el tono
al límite de esta adaptación. También nos gustó la música de
Javier Coble, pese a algunos momentos “tachán”.
En
lo que respecta a los actores, igualmente realizan una labor muy
estimable. Ramón Barea es una elección perfecta para Montenegro. Se
deja el pellejo en el escenario, apabullante la mayor parte del
tiempo, pero también retraído y sufriente en la parte final. Para
valorar a David Boceta bastará con decir que nos parece que abandona
el primer plano demasiado pronto, se le echará en falta. Rebeca Matellán mantiene un personaje reconocible pese a su evolución un
poco a conveniencia del autor y está tan bien en su parte de modosa
enamorada como cuando le toca sufrir como a una perdida.
Dentro
de un grupo bien ensamblado, también destacan Janfri Topera, el
impertinente bufón que les canta las verdades a su señor; EduSoto, el loco del pueblo que también ejerce como representación de
la difusa moral del pueblo; y Ester Bellver, la sirena embaucadora,
que por cierto protagoniza una de las escenas más destacadas de la
función cuando lee las cartas de manera ilustrada.
Así
pues, la dirección es estimulante y en no pocos momentos reveladora;
la producción brilla en cada uno de sus apartados; y el elenco se
muestra a gran altura. Y sin embargo, la función nos pareció pesada
y aplastada por el peso de su barroquismo. Todo es tan truculento,
tan pretendidamente grave, tan campanudo, que se queda a un paso de
la parodia. No creemos que en este caso caiga en ella, pero sí en lo
artificial, en lo impostado, en lo falso. Y en teatro no hay nada tan
mortífero como lo falso.
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