Qué
difícil es trasladar el mundo de los sueños a un escenario. O a un
libro. O incluso contarlos. En realidad (y qué de implicaciones
tiene este concepto aquí), los sueños deberían quedarse para la
intimidad o para esa ciencia recreativa que es el psicoanálisis. Por
eso resulta todavía más sorprendente lo que ha logrado Alfredo
Sanzol en La calma mágica: que ese mundo absurdo, desconcertante, en
el que todo parece pasar porque sí (anatema de la buena construcción
dramática), sin embargo funcione y sea percibido por el espectador
con total naturalidad. A veces es perturbador, sí, pero esta
extrañeza contribuye a la hilaridad. En ocasiones tememos que Sanzol
se vaya a meter en un jardín del que es imposible salir sin
mancharse, pero la solución siempre es elegante, coherente. Y cuando
ya parece que no hay escapatoria, que los personajes se han labrado
su propio abismo y el autor no va a poder sacarse más conejos de la
chistera, Sanzol se marca un final que deja sin palabras, tan sincero
y valiente como emocionante.
Enseguida
entramos en materia. Si la escenografía de Alejandro Andújar parece
un poco fría, nórdica incluso, la bonita música de Iñaki Salvador
nos acoge con una sonrisa de bienvenida. Y la primera escena ya nos
deja claro que estamos en el mundo en el que mejor se mueve Sanzol.
Habrá hongos y vídeos robados (por cierto, curiosa coincidencia con
Haz clic aquí, también en el CDN, aunque no haya más puntos en
común), viajes de ida y vuelta y enredos para todos los gustos. El
disparate cotidiano, las situaciones alocadas en las que todo el
mundo parece actuar como si no pasara nada raro.
Si
la interpretación de los sueños es un terreno resbaladizo que ha
dado pie a todo un corpus teórico repleto de chorradas, intentar
saber qué pretenden los artistas con sus símbolos es todavía más
arriesgado. Por ejemplo, Buñuel decía que se lo pasaba en grande
cuando leía lo que los críticos había dicho sobre sus películas,
por lo común extravagancias todavía mayores de los que el podría
imaginar. Así que no nos vamos a meter a elucubrar sobre las
intenciones de Sanzol, aunque algunos de sus recursos parecen tópicos
del mundo onírico: el que los actores vayan descalzos, animales que
hablan, desnudos intempestivos, cambios de escenario sin solución de
continuidad... En cualquier caso, todo está integrado. Sanzol da un
paso más respecto a las obras episódicas que tan buenos momentos
nos ha hecho pasar y de Aventura!, su irregular texto previo. Porque,
vamos a decirlo, La calma mágica nos parece su mejor obra. Tiene el
humor de sus mejores momentos, una progresión que siempre supera
las expectativas, unos personajes bien construidos y un fondo de
apariencia ligera pero de implicaciones que a todos nos conciernen.
Lo
confesamos desde ya, a Jose Kruz Gurrutxaga lo ficharíamos para cualquier proyecto sin dudar
un instante . Su Oliver es un personaje
desvalido, pero dispuesto a cualquier cosa por conservar la dignidad.
Parece fuera del mundo, pero a la vez es capaz de luchar por
conseguir su lugar en el sol. Es uno de esos tipos que nos caen bien
desde el principio, al que apoyaremos en lo que sea y al que nos
gustaría poder volver a ver pronto, a pesar de su vertiente más
desquiciada. Es manso cuando nada le importa, e impetuoso hasta la
enajenación cuando cree que están atacando su integridad,
enamoradizo que busca en en vano que no se le note, desamparado ante
un futuro que es incapaz ni tan siquiera de imaginar.
La
Olga de Itziar Ituño de primeras parece una buena persona, aunque
como ella misma confiesa, se puede tratar de egoísmo mal entendido.
Según avanza la función vamos viendo que su cobardía esconde
complacencia, es como si hiciera el mal sin querer, pero sin
arrepentimiento. Más lanzado en su inquina es el Martín de Martxelo
Rubio. En su reverso también encontraremos cobardía, miedo, pero en
su caso quizá esto demuestre que no es tan mal tipo. Es un imbécil
peligroso, sí, pero seguramente no un desalmado. Aitziber Garmendia,
de apariencia frágil pero resuelta, constituye el complemento
perfecto para Oliver, quien encontrará en ella un motivo para seguir
adelante. Solo que no se da cuenta de que ella también tiene un lado
oscuro oculto por su supuesto idealismo. Todos los intérpretes
disparan sus diálogos a tal velocidad que al principio hace difícil
incluso seguir el ritmo de los sobretítulos, pero al final nos
alegramos de haber visto la versión en euskera de la obra: los
actores no pueden estar mejor, y lo inhabitual del idioma le da una
capa más de color.
Así
llegamos al final de la función. Si hasta entonces el espectador se
lo ha pasado en grande con el ingenio de Sanzol, ahora llega el
momento de ponerse serios. Y qué arriesgado es este cambio de tono.
Qué coraje ha tenido que echarle Sanzol para ponerse a sí mismo en
medio del escenario y decir todo lo que tenía que decir. El
desconcierto íntimo mezclado con la debacle social que nos rodea. El
autor que se encuentra en un momento en el que no tiene nada a lo que
agarrarse, en el que dan ganas de olvidarse de todo y conformarse. De
ser quien nunca ha sido para ser, aunque sea en estado latente. Tiene
que mirar atrás para poder mirar hacia delante, tiene que hacer las
paces con los suyos para seguir batallando. Y triunfa precisamente
por ser fiel a sí mismo. Porque aunque esto suene a tópico, no hay
nada de estereotipado en esta confesión de debilidad por parte de
Sanzol, sino agallas y determinación.
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