martes, 4 de noviembre de 2014

La calma mágica (Teatro Valle-Inclán)

Qué difícil es trasladar el mundo de los sueños a un escenario. O a un libro. O incluso contarlos. En realidad (y qué de implicaciones tiene este concepto aquí), los sueños deberían quedarse para la intimidad o para esa ciencia recreativa que es el psicoanálisis. Por eso resulta todavía más sorprendente lo que ha logrado Alfredo Sanzol en La calma mágica: que ese mundo absurdo, desconcertante, en el que todo parece pasar porque sí (anatema de la buena construcción dramática), sin embargo funcione y sea percibido por el espectador con total naturalidad. A veces es perturbador, sí, pero esta extrañeza contribuye a la hilaridad. En ocasiones tememos que Sanzol se vaya a meter en un jardín del que es imposible salir sin mancharse, pero la solución siempre es elegante, coherente. Y cuando ya parece que no hay escapatoria, que los personajes se han labrado su propio abismo y el autor no va a poder sacarse más conejos de la chistera, Sanzol se marca un final que deja sin palabras, tan sincero y valiente como emocionante.

Enseguida entramos en materia. Si la escenografía de Alejandro Andújar parece un poco fría, nórdica incluso, la bonita música de Iñaki Salvador nos acoge con una sonrisa de bienvenida. Y la primera escena ya nos deja claro que estamos en el mundo en el que mejor se mueve Sanzol. Habrá hongos y vídeos robados (por cierto, curiosa coincidencia con Haz clic aquí, también en el CDN, aunque no haya más puntos en común), viajes de ida y vuelta y enredos para todos los gustos. El disparate cotidiano, las situaciones alocadas en las que todo el mundo parece actuar como si no pasara nada raro.

Si la interpretación de los sueños es un terreno resbaladizo que ha dado pie a todo un corpus teórico repleto de chorradas, intentar saber qué pretenden los artistas con sus símbolos es todavía más arriesgado. Por ejemplo, Buñuel decía que se lo pasaba en grande cuando leía lo que los críticos había dicho sobre sus películas, por lo común extravagancias todavía mayores de los que el podría imaginar. Así que no nos vamos a meter a elucubrar sobre las intenciones de Sanzol, aunque algunos de sus recursos parecen tópicos del mundo onírico: el que los actores vayan descalzos, animales que hablan, desnudos intempestivos, cambios de escenario sin solución de continuidad... En cualquier caso, todo está integrado. Sanzol da un paso más respecto a las obras episódicas que tan buenos momentos nos ha hecho pasar y de Aventura!, su irregular texto previo. Porque, vamos a decirlo, La calma mágica nos parece su mejor obra. Tiene el humor de sus mejores momentos, una progresión que siempre supera las expectativas, unos personajes bien construidos y un fondo de apariencia ligera pero de implicaciones que a todos nos conciernen.

Lo confesamos desde ya, a Jose Kruz Gurrutxaga lo ficharíamos para cualquier proyecto sin dudar un instante . Su Oliver es un personaje desvalido, pero dispuesto a cualquier cosa por conservar la dignidad. Parece fuera del mundo, pero a la vez es capaz de luchar por conseguir su lugar en el sol. Es uno de esos tipos que nos caen bien desde el principio, al que apoyaremos en lo que sea y al que nos gustaría poder volver a ver pronto, a pesar de su vertiente más desquiciada. Es manso cuando nada le importa, e impetuoso hasta la enajenación cuando cree que están atacando su integridad, enamoradizo que busca en en vano que no se le note, desamparado ante un futuro que es incapaz ni tan siquiera de imaginar.

La Olga de Itziar Ituño de primeras parece una buena persona, aunque como ella misma confiesa, se puede tratar de egoísmo mal entendido. Según avanza la función vamos viendo que su cobardía esconde complacencia, es como si hiciera el mal sin querer, pero sin arrepentimiento. Más lanzado en su inquina es el Martín de Martxelo Rubio. En su reverso también encontraremos cobardía, miedo, pero en su caso quizá esto demuestre que no es tan mal tipo. Es un imbécil peligroso, sí, pero seguramente no un desalmado. Aitziber Garmendia, de apariencia frágil pero resuelta, constituye el complemento perfecto para Oliver, quien encontrará en ella un motivo para seguir adelante. Solo que no se da cuenta de que ella también tiene un lado oscuro oculto por su supuesto idealismo. Todos los intérpretes disparan sus diálogos a tal velocidad que al principio hace difícil incluso seguir el ritmo de los sobretítulos, pero al final nos alegramos de haber visto la versión en euskera de la obra: los actores no pueden estar mejor, y lo inhabitual del idioma le da una capa más de color.

Así llegamos al final de la función. Si hasta entonces el espectador se lo ha pasado en grande con el ingenio de Sanzol, ahora llega el momento de ponerse serios. Y qué arriesgado es este cambio de tono. Qué coraje ha tenido que echarle Sanzol para ponerse a sí mismo en medio del escenario y decir todo lo que tenía que decir. El desconcierto íntimo mezclado con la debacle social que nos rodea. El autor que se encuentra en un momento en el que no tiene nada a lo que agarrarse, en el que dan ganas de olvidarse de todo y conformarse. De ser quien nunca ha sido para ser, aunque sea en estado latente. Tiene que mirar atrás para poder mirar hacia delante, tiene que hacer las paces con los suyos para seguir batallando. Y triunfa precisamente por ser fiel a sí mismo. Porque aunque esto suene a tópico, no hay nada de estereotipado en esta confesión de debilidad por parte de Sanzol, sino agallas y determinación.


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