Desde
luego, no se puede decir que en Testosterona Sabina Berman se haya
arredrado a la hora de tratar grandes asuntos. En una hora y media,
utilizando un solo escenario y dos únicos personajes, concentra
temas como el poder, el sexo y la ambición, o, visto desde otra
perspectiva, la muerte, el amor y el sacrificio. Pero, fuera temores,
no hay nada de grandilocuencia. Estas eternas disputas están
expuestas a través de una historia de intriga y se manifiestan no
mediante grandes declaraciones de principios, sino de situaciones que
se podrían considerar cotidianas.
La
conclusión de la obra, a grandes rasgos, podría ser que para
triunfar en el mundo laboral una mujer debe transformarse en un
hombre. Pero lo mejor de Testosterona es que precisamente no cae en
categorizaciones ni proclamas contundentes. Sus personajes son
complejos, sibilinos, no movidos por una determinación, sino
adaptables. No se trata de ponerse de un lado o del otro, de decidir
quién tiene razón. Pero sus acciones son comprensibles. La obra va
evolucionando desde lo que al principio puede parecer un esquemático
reparto de papeles (el jefe de vuelta de todo que quiere aprovechar
su posición de superioridad y la joven entregada que lo haría todo
por él), hacia una relación mucho más compleja en la que no se
sabe quién está utilizando a quién.
El
hecho de que Berman haya decidido situar la acción en la redacción
de un periódico puede parecer llamativo al principio por pelín
anacrónico, pero en realidad la función de la empresa es lo de
menos. Tampoco importa que el retrato de este mundo no sea demasiado
realista, establecidas las reglas del juego, el espacio simbólico
adquiere entidad propia. Lo que sí es más discutible es la falta de
versosimilitud en la que se cae de vez en cuando en el desarrollo de
la obra (lo más llamativo, la llamada de Magdalena en la que informa
de la decisión que ha tomado: había que atar ese cabo, pero queda
demasiado expeditivo). Por contra, es de agradecer la sutileza con la
que está tratada la relación entre Antonio y Magdalena, esa
ambigüedad que permanece hasta el final.
La
dirección de Fernando Bernués, como de perfil, ayuda a limpiar lo
que el argumento pudiera tener de artificioso. Si en la primera parte
los personajes quedan expuestos a través de unos expresivos rasgos,
en la segunda el interés se aplana debido a cierto estancamiento en
el progreso. Pero solo será una preparación para la explosión del
tercer acto, que nos hizo recordar la Oleanna de Mamet. Entonces
empiezan a sucederse los giros y las sorpresas hasta descolocar al
espectador más previsor.
Obviamente,
uno de los alicientes por los que ver Testosterona es asistir a una
nueva clase magistral de Miguel Ángel Solá, que ha sabido encontrar
un personaje con el que manipular, pasar por una amplia gama de
emociones y relamerse eso que se le da tan bien de hacer que hace
para, después de todo, darse la vuelta, marcar un requiebro,
plantarse de cara y, en suma, engañarte como a un novato. Junto a él
Paula Cancio tiene que exprimirse para seguir el ritmo. Sus
debilidades son las de su personaje, por lo que con habilidad logra
que jueguen a su favor.
Lo
peor de la función, parte del público. Quizá no sean los más
detestables (esos son los impostores), pero sin duda los espectadores
más molestos son estos que no paran de hacer comentarios, como si
estuvieran en el salón de su casa, y de repetir lo que han dicho los
actores, quizá para que llegue a sus dañados cerebros. Alguien
debería explicarles que los protagonistas de la función no son
ellos.
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