Desde Berlín es una de esas obras que nos obligan a admitir que no
entendemos nada. Que una obra que a nosotros nos ha parecido falsa,
romanticista (que no romántica) y que se regocija en la miseria
(ajena), haya sido recibida con aclamación general, va más allá de
nuestra capacidad de comprensión. Hace poco vimos uno de esos
montajes que intentan modernizar un clásico y les sale un bodrio (no
daremos el nombre porque no vamos a entrar en matices). Era en
nuestra opinión una mala producción, pero inocua. Sin embargo,
Desde Berlín se puede considerar en términos teatrales una buena
función: la dirección de Andrés Lima es coherente y sus actores
muy valiosos. Y sin embargo es peor que la otra, porque es
perniciosa, casi pornográfica nos atreveríamos a decir.
Un
problema es exclusivamente nuestro, esto lo admitimos. Y es la
incapacidad de tomarnos en serio los “grandes temas”, sobre todos
cuando estos están tratados con tópicos de lo más manidos. Hay un
par de momentos en la función muy reveladores a este respecto. Por
ejemplo, cuando se oyen los quejidos de los niños. Vale, está en la
canción de Lou Reed, pero por favor... O cuando soplan la luz de la
vela. Si en lugar de yonquis fueran, qué se puede decir, marqueses,
lo que se podría decir. Que la historia podía haber sido una ópera,
pero falta sublimación. Podía haber sido un melodrama a lo Sirk,
pero le falta sofisticación. Podría haber sido una extravagancia a
lo Fassbinder, pero le falta impulso. Seguimos descendiendo. Podía
ser un dramón a lo Matarazzo, pero le sobra mugre.
Y
eso es lo que realmente más nos molesta. Porque Reed podría ser lo
que fuera (y también nos hace gracia su irresistible ascenso hacia
la santificación), pero al menos su arte reflejaba lo que había
vivido. En Desde Berlín, sin embargo, nos encontramos con esa
artificiosidad que pretende hacer pasar por verdadero lo que no es
más que impostura. El rollo maliditista y todo eso. Así el
espectador se transforma en el visitante de un zoo al que le enseñan
unos pobres animalitos marginales que lo pasan muy mal, a los que
podemos compadecer y hasta admirar. Ay, estos miserables, qué vida
más dura han tenido. La glorificación de la roña.
Podría
decirse, es una historia de amor de las de “más grande que la
vida”, pero es otra cosa que no entendemos, porque nosotros no
vemos aquí amor por ninguna parte. Una cosa es caer en la bobería
oficial que dice que los celos no son amor, y otra calificar una
relación basada en el maltrato como otra cosa que no sea una
patología. Odiamos estas propuestas en las que la mujer aparece como
la víctima perpetua, sumisa, martir. Y encima tenemos que tragar con
que esto es romanticismo sucio. ¡Pero si al final solo faltan las
campanitas que saluden al nuevo ángel!
Según
vamos escribiendo nos ponemos de mal humor y se nos quitan las ganas
de hablar de algunos aspectos buenos de la obra que ya hemos
señalado. Lima se las arregla para superar los inconvenientes de un
texto bipolar con soluciones de una sensibilidad muy superior a la
demostrada en la escritura de Miró, Cavestany (que no Cabestany) y
Villoro. De igual manera Nathalie Poza (que no Natalie) y Pablo
Derqui se elevan por encima de sus estereotipos para transmitir algo
de verdad con sus actuaciones, aunque en algunos pasajes sea
imposible contener los excesos tragicómicos. Al finalizar la función
nos dio la sensación de que, descontado el postureo, gran parte del
público salía satisfecho y emocionado, aunque no rendido.
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