En
Vida en escena ni tan siquiera contamos el argumento de las obras que
reseñamos (para eso ya están los enlaces), por lo que mucho menos
destripamos su final. Pero en el caso de Happy End
es muy difícil mantener esta precaución, pues si durante toda la
representación el tono de esta comedia es muy ambivalente, solo al
final cobra su verdadero sentido. En cualquier caso, como después de
todo es el espectador quien en última instancia debe sacar sus
propias conclusiones, nosotros también mantendremos la ambigüedad.
Y
no nos referimos tanto a la cuestión moral que se plantea en la
obra, que se queda más en un apunte que en un verdadero intento por
profundizar en un tema tan espinoso como la eutanasia, sino a la
manera en que Borja Ortiz de Gondra se acerca a este tema a través
de la comedia. (Por cierto, que ni en el programa ni en la
información disponible en la web de la Cuarta Pared se cita el
nombre del autor del texto, no sabemos a qué se debe esta
inexplicable falta de mención). Porque Happy
End
se anuncia como “una comedia muy negra”, pero da la sensación de
que a veces Ortiz de Gondra no se atreve a llegar al fondo de la
cuestión y tira por un tipo de comedia más amable. Lo cierto es que
las mejores escenas, como cuando Ainhoa revela las causas de su
desesperación, son aquellas en las que prevalece la ironía más
antisentimental, y aunque se repiten esos momentos en los que los
personajes ven el abismo y deciden dar un paso atrás, la resolución
es tan abierta que se podría calificar tanto de valiente como de
complaciente.
Como
apuntábamos, Ana Pimenta se reserva el papel más jugoso. De
primeras puede parecer distante y errática (¡qué menos!), pero
poco a poco va descubriéndose su verdadero rostro. Se quita su
máscara de descreída desesperada y, superando una moral
autoimpuesta muy poco pragmática, acaba por ganarse la vida en otro
de los momentos más brillantes de la función, una paródica
confesión que desvirtúa los tópicos del happy end para mostrarlos
en todo su absurdo. La contención de Pimenta contrasta con la
expansión de Xabi Donosti. Nos da la impresión de que últimamente
la figura del “vasco” está sustituyendo en la comedia española
la función tradicionalmente reservada al andaluz. Obviamente aquí
no hay premeditación, pero lo cierto es que el público se entregó
desde el principio a Donosti (“ese es el más vasco”, escuchamos
comentar a alguien). Su Martín comienza siendo un buen tipo para
convertirse en un pobre desgraciado, otro desheredado que no ve más
solución que el fundido en negro. Pero Donosti no pierde en ningún
momento la atracción del hombre bueno (en el doble sentido) superado
por las circunstancias y manipulado por Gabriela. Esta es todavía
más arisca que Ainhoa, y Garbiñe Insausti no le da más resquicio
que el de su propia depresión. Fría y distante en todo momento, a
veces recuerda al Walter Matthau de Primera plana, dispuesta a
cualquier cosa para que no se le escape un cliente.
Iñaki
Rikarte, quien en André y Dorine
ya demostró una sensibilidad extraordinaria, se las arregla para no
cargar las tintas en lo que la obra podría tener de más
tremendista, y juega con un humor más sutil, centrándose más en
las relaciones personales que en temas que podrían despertar
interesantes temas de conversación, pero también convertirse en
proclamas para convencidos. Por eso, más allá de nuevos
convencionalismos, Happy
End
acaba por ser una comedia simpática. Cuando se lee el argumento se
piensa que es una buena idea, que tiene “buena pinta”. Luego el
desarrollo puede no ser lo que esperábamos (lo cual suele ser buena
señal), pero después del apagón, cuando se vuelve a ver a los
personajes, la sensación de respiro del público es palpable. Una
cosa es apostar por el humor negro y otra ser un suicida.
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