En
El
olvido que seremos
(uno de los libros más conmovedores de la última década) Héctor
Abad Faciolince cuenta cómo, después de la muerte de su padre,
descubrió unas cartas de este en su despacho que le revelaron una
sorprendente relación homosexual. El autor, no por vergüenza, sino
por respeto a la intimidad paterna, prefiere no entrar en detalles.
Pero está claro que ahí tenemos una historia apasionante. En Las heridas del viento Juan Carlos Rubio parte de la misma premisa, y
esto no es lo único que su obra comparte con el libro de Abad
Faciolince, pues aquí también encontramos la misma delicadeza, la
misma complejidad en las relaciones entre padres e hijos, el mismo
tacto para hablar sin tapujos pero sin sensacionalismo de temas
profundos y universales.
Es
muy frecuente que autores actuales traten de disfrazar de falso
naturalismo lo que no es más que falta de creatividad (y lo mismo se
podría decir de muchos actores que disimulan tras el mimetismo la
incapacidad para vocalizar). Pero el caso de Juan Carlos Rubio es
totalmente opuesto. A él no le preocupa que su texto pueda sonar
elevado, poco realista. La manera de hablar de Juan es tan brillante
que es imposible pensar que alguien de verdad puede expresarse así.
Pero no importa, porque su pretensión es más poética que verista,
porque cuando un personaje teatral habla no tiene que hacerlo
obligatoriamente como se habla en la calle. Si nos tragamos tantas
cosas, ¿por qué no íbamos a transigir con un artificio así,
cuando a cambio obtenemos un texto de una belleza y un vuelo que
trasciende la representación?
De
hecho, el texto de Las heridas del viento podría pasar perfectamente
por una obra de narrativa, como un cuento preciosista en el que cada
palabra está elegida a conciencia. Un texto que suena de maravilla y
que esconde tantos misterios como desvela secretos inconfesables. La
construcción puede ser esencialista: se plantea el drama, se suceden
los encuentros en los que se produce la revelación, y llegamos a un
final en el que se concluye que nunca podremos conocer a los demás
en todos sus perfiles, y que está bien así. Pero, como se dice
explícitamente en la obra, lo importante son las formas. Y Juan
Carlos Rubio sabe tejer esta en apariencia sencilla trama con la
humanidad y el cariño que metamorfosea el argumento más básico en
un mapa del alma.
Para
encarnar un personaje como Juan, tan atractivo como a veces
incomprensible, hace falta un actor que desprenda su misma
sensibilidad, su encanto y también sus debilidades. Y lo de Kiti
Mánver es prodigioso. Su sorprendente trasformación inicial es casi
lo de menos. La realiza con tanta simplicidad que hasta parece
normal. Y no, porque lo que vemos es la construcción del personaje
ante nuestros propios ojos. Y lo que vendrá después es ya de
antología. No hay nada de artificial, nada de exhibicionismo.
Lo
que tenemos es a una actriz que se ha apoderado de su personaje hasta
transformar todo lo que podría tener de inverosímil en totalmente
natural. Y, superado el escollo, un hechizo. Juan siempre parece
tener la réplica más apropiada. Sabe dar la vuelta a los argumentos
con desparpajo. Es un descreído que ya lo ha perdido todo. Pero
todavía le queda el rescoldo de la pasión, esa mezcla de
arrepentimiento y exaltación que le acompañará hasta el final. Y
frente al despliegue seductor de Juan, el David de Dani Muriel es
mucho más contenido, casi reprimido. Escondido tras su elegancia y
saber estar, se oculta el hijo decepcionado e inseguro, el
investigador en busca de respuestas que nunca podrá obtener y de
sensaciones irrecuperables. Muriel agranda a su personaje con su
presencia y homenajea al texto con una exposición impecable.
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