Cuando
escribió Rinoceronte
Eugène Ionesco tenía muy claro quién era el monstruo. Pero si la
obra mantiene hoy en día su fuerza original es porque ese monstruo
era lo suficientemente difuso (y acechante) como para poder
encarnarse en formas muy diversas. Si la referencia obvia es a los
totalitarismos, según la percepción de cada uno en la actualidad el
rinoceronte podría tomar forma de nacionalistas, politólogos o
(siguiendo la última encarnación de moda), cuñados. Porque lo más
terrible de la obra es comprobar cómo la sociedad moderna todavía
no ha encontrado remedio para la infección y de un día para otro
nos encontramos que a la gente empieza a salirle cosas raras de la
cabeza.
Cuando
se renuncia a la individualidad en pos del grupo, cuando las personas
dejan de pensar y, como si de partidos políticos se tratara, adoptan
un argumentario, cuando la imposición ideológica eclipsa cualquier
intento de discutir ideas, se ha iniciado el camino hacia el
desastre. Y esto es lo que Ionesco supo retratar de manera magistral.
En un mundo en el que la razón está en decadencia, lo lógica ha
fracasado y el humanismo ha sido derrotado, su Berenguer es el último
hombre libre. Porque aunque se sepa vencido, aunque ya no se sepa lo
que es natural, cuando el significado de las palabras se ha
invertido, él seguirá en pie, en lucha.
Al
principio de esta versión de Ernesto Caballero percibimos nuestras
propias debilidades: cuando vemos un teatro tan puro y electrizante,
tan sabio y divertido, creemos que podríamos ser capaces de
cualquier cosa, incluso de caer en las garras de los teatreros. A un
ritmo que hace ir con la lengua fuera para seguir sus galopadas, nos
encontramos con escenas que en paralelo van desde la profundidad
existencial (el Berenguer que no soporta la soledad pero que no
quiere compañía) hasta el más puro disparate (la discusión sobre
los cuernos de los rinocerontes: por cierto, que no falta detalle,
una de las espectadoras (?) situadas detrás de los actores tenía
tal cara de acritud que daba un extra de comicidad a la situación: a
lo mejor hasta estaba preparado).
Cuando
aparece Pepe Viyuela, lo cierto es que nos cuesta un poco entrar en
sintonía. El Berenguer resacoso que presenta es un poco
estereotipado, como un tirado de la vida demasiado autoconsciente.
Pero Viyuela no tardará mucho en ponernos de su parte. Según avance
la historia, su desesperación misantrópica da paso a un amigo
dispuesto a todo por recuperar a las personas en las que cree; a un
compañero que se rebela frente a la renuncia voluntaria que los
demás hacen de todo en lo que ha creído hasta entonces; en un
enamorado que está seguro de que una pareja puede enfrentarse al
mundo y salir victoriosa; y de un hombre que vive en épocas oscuras
y que necesitará de toda su fuerza para mantener su integridad. No
es tarea fácil, y Viyuela completa el ciclo con sobresaliente.
En
el segundo acto la acción sigue en lo más alto. En la oficina vemos
la escenografía en todo su esplendor. Paco Azorín ha construido una
especie de jaula que además de a nivel simbólico también ofrece
toda la versatilidad que necesita la incombustible puesta en escena.
Lo cierto es que la factura estética de la obra es impecable, con la
iluminación de Valentín Álvarez y el sonido de Luis Miguel Cobo
perfectamente conjuntados para crear un ambiente entre insólito y
perturbador, y un vestuario de Ana López Cobos que transmite todo lo
necesario sin alardear. Pero el gran momento del acto, si no de todo
el espectáculo, es la escena en la que Berenguer visita a Juan. Aquí
la composición de Fernando Cayo es impresionante, asistir a su
transformación de un débil enfermo a un poderoso rinoceronte con el
simple uso de la voz y de su cuerpo deja con la boca abierta. Antes
de que se quite la ropa, incluso hubiéramos jurado que estaba usando
algún truco para parecer más grande, tan apabullante es su
presencia escénica.
Aunque
comprensible, es una lástima que en el tercer acto el fulgor ya no
sea tan poderoso. La escena con Dudard (por cierto, que José Luis
Alcobendas parece continuar aquí con su personaje de Un hombre con gafas de pasta,
incluso lleva traje y peinado muy similares) se alarga demasiado en
teorizaciones y vueltas a conceptos ya tratados sin que la puesta en
escena logre dinamizar este espacio de reflexión. Con la llegada de
Daisy la situación vuelve a coger impulso, con grandes momentos
románticos incluidos (“en unos minutos hemos pasado por veinte
años de matrimonio”). Es en estas escenas volvemos a comprobar que
Fernanda Orazi puede hacer volar cualquier teatro en el que ponga los
pies. Y entonces llega el bombazo final, de esos que se suelen
calificar como “esperanzadores”. Porque aunque todo esté en
ruinas, pervive el espíritu de independencia. (¿Alguien ha dicho
“independencia”?).
Reiteramos:
Después de algún bajonazo y de que algunas decisiones cuestionables
nos hubieran hecho perder gran parte de nuestra fe, volvemos a
disfrutar del mejor Ernesto Caballero, audaz y valiente, capaz de
tratar una obra tan relevante como Rinoceronte
al mismo tiempo con respeto y desde una perspectiva personal.
Recuperamos:
Tenemos que citar a esa magnífica pareja que forman Paco Déniz y
Juan Antonio Quintana, que dan fe de que Rinoceronte
es, también, una obra divertidísima. Y es que el humor es una de
las características de las que el monstruo, en cualquiera de sus
encarnaciones, siempre carece. El lógico de Déniz, con su canción
incluida, resume en sí mismo la parte en apariencia más
contradictoria de la obra, la dificultad de la filosofía para
resolver los problemas más cotidianos, y a la vez su condición de
referente (insuficiente) para mantener la cordura.
Recordamos:
Que hace justo once años se estrenó en La Abadía una versión de
El
rey se muere
dirigida por José Luis Gómez. Sin esa obra, a lo mejor hoy no
estaríamos aquí. Este Rinoceronte
no ha supuesto para nosotros una convulsión del calibre de lo que
supuso aquella, pero no nos extrañaría que pueda descubrir a muchas
personas de lo que es capaz el teatro.
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