Como
decía Godard respecto al cine, con los mitos vale todo, pero no todo
vale. Porque con Don Juan Tenorio se han hecho tantas versiones,
tantas lecturas, tantas revisiones y actualizaciones, que parecería
que ya es imposible ofrecer algo nuevo. Y la crítica ideológica es
legítima. Pero ya que montas la obra de Zorrilla, al menos no
escupas sobre su tumba. Puestos a desmontar mitos románticos, y es
solo una idea, quizá sería más interesante poner en primer plano,
por ejemplo, la figura de Teresa Mancha, la amante de Espronceda
sobre la que Rosa Chacel escribió una novela que no estaría de más
recuperar. Porque si te planteas hacer una crítica al machismo, etc.
usando la obra original tienes dos opciones: ir por la parodia (el
burlador burlado), camino que a Blanca Portillo parece no
interesarle; o ponerse solemne, y entonces la paradoja te explota en
la cara a la mínima que se caiga en la pomposidad.
Pero
más allá de estas consideraciones discutibles, hay un aspecto
puramente teatral del montaje de Portillo que hace su visionado más
un esfuerzo que un placer. Comprendemos que tiene que ser muy duro
tener una buena idea, desarrollara y que quede bonita para después
darse cuenta (porque estamos seguros de que en algún momento alguien
se dio cuenta) de que no funciona en absoluto. Nos referimos,
evidentemente, a los interludios musicales de Eva Martín. En una
función ya de por sí con graves problemas de arritmia desde su
primera escena (y eso que el inicio de Don Juan Tenorio podría
parecer imbatible), la inclusión de estas canciones mientras se
alargan los cambios de decorados parecen un acto de autosabotaje del
que nadie ha querido hacerse responsable.
Otro
aspecto que llama la atención en esta versión es que siendo
Portillo una de las mejores actrices del país, haya estado tan
errada tanto en la elección del reparto como en su dirección.
Aparte de que algunos de los actores tengan graves problemas de
dicción (y no nos referimos al italiano, que es una historia
aparte), en general los intérpretes parecen o mal elegidos o
totalmente impropios. Por suerte se salva de la quema José Luis
García-Pérez, que sabe imponer su presencia y evitar todas las
trampas que le plantean (como ese bobalicón guiño final, que le
obliga a salir y entrar del personaje en un instante). También
destacaríamos a la Brígida de Beatriz Argüello, que hace
desaparecer no solo al resto de personajes femeninos, sino que parece
emerger de otra obra desplegando saber estar, gracia y elocuencia.
Para
la puesta en escena parece que Portillo ha querido crear un clima
pesadillesco y tenebroso, pero el componente pomposo del que ya
advertíamos se cobra aquí su mayor pieza. Porque en realidad
abundan las ocurrencias pelín ridículas (cuando los personajes
sacan una pistola parece que se ve el tapón rojo, como en Birdman, o
se ponen a gritar como Al Pacino al final de El Padrino III, solo que
en vez de sublime suena a disparate, o las puertas imaginarias
chirrían una y otra vez provocando el efecto de pizarra rasgada, o
los actores aparecen completamente vestidos de negro y su voz
reverbera, lo que tendría que darnos mucho miedo). Hasta tal punto
se resaltan los puntos más flojos de la obra que nos hace
percatarnos de una incoherencia que hasta ahora nos había pasado
desapercibida: después de cuatro monerías y de cuatro ripios, doña
Inés es capaz de hacer que don Juan se plantee su redención, como
si se le hubiera aparecido el Espíritu Santo. Pero no seamos
injustos, que esto, al menos, es culpa de Zorrilla.
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