La
Abadía es un teatro especial en muchos sentidos (y el de ser
“diferente” es uno de los más destacados). Por eso nos alegramos
de que pueda celebrar su vigésimo aniversario, y que lo haga con una
obra tan feliz como Entremeses. Y es que se trata precisamente de
eso, de una celebración del teatro, una reivindicación (en estos
tiempos tan excéntrica, y sin embargo necesaria) de la capacidad del
teatro para transmitir buenas sensaciones, de permitir al espectador
dejarse llevar durante dos horas por el puro entusiasmo de la
representación. Frente a tanto autor “concienciado” no viene mal
que, al menos de vez en cuando, se nos permita disfrutar del efecto
euforizante del teatro.
Y
ningún autor como Cervantes para transmitir esa sensación de
liviandad, no exenta de cargas de profundidad. Las tres historias
seleccionadas para estos Entremeses son farsas intrascendentes,
juegos casi bodevilescos en los que no hay que preocuparse por esa
peste que es la verosimilitud, sino que invitan a un disfrute
enérgico y desenfadado. En cada uno de ellos vemos la tontería y la
intransigencia enfrentados a las ganas de vivir, la solemnidad
burlada por el ímpetu de pasárselo bien. Si en La cueva de
Salamanca la superstición es usada en beneficio del más listo y en
El viejo celoso la intolerancia es un acicate para la rebeldía, en
El retablo de las maravillas, esa fábula siempre actual, son la
pretenciosidad y la impostura las que quedan descubiertas como
refugio de la estolidez.
Desde
el principio de la representación los actores lo ponen todo de su
parte para contagiar un estado de ánimo exuberante. Todo sonrisas,
canciones alegres y bailes animosos, cuando se ponen a actuar lo
hacen con una gracia natural, como si realmente cada noche estuvieran
interpretando por primera vez sus papeles y se lo estuvieran pasando
en grande. Con unos cuantos recursos primarios y un escenario que da
mucho más juego del que se pudiera pensar, se da vía libre a la
imaginación. En este sentido la dirección de José Luis Gómez
consiste sobre todo en un vía para facilitar la diversión. Aunque
todo esté perfectamente coreografiado, parecen no existir
restricciones de ningún tipo, todo fluye de manera natural, casi
improvisada.
Otra
de las virtudes de La Abadía ha sido su papel como escuela de
actores, y en Entremeses podemos volver a encontrarnos con algunos
intérpretes a los que hemos seguido a lo largo de los años. Ahí
está Julio Cortazar, un gañán de risa contagiosa y tan bruto como
sutil. O Inma Nieto, capaz de rejuvenecer veinte años de una escena
a otra, pícara y siempre enormemente divertida. Y Elisabet Gelabert,
impetuosa y sarcástica, capaz de conseguir lo que quiera, cuando
quiera y como quiera. O Miguel Cubero, convertido en un duende
malicioso y siempre preciso. Y todos los demás, porque en realidad
estos Entremeses son, más que nunca, un trabajo de equipo en el que
todo funciona a la perfección, con un ritmo pautado al segundo en el
que es necesaria una maquinaria a todo gas para que todo parezca
ligero.
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