Decía
Arturo Ripstein que mucho antes de que llegara Lars von Trier con su
invento del Dogma él ya se las apañaba para sacar adelante sus
películas con los elementos más básicos a su disposición. Y es
que frente a sesudas teorías sobre puesta en escena y conceptos
grandilocuentes, lo cierto es que lo que importa son las materias
primas; y en teatro está muy bien poder contar con una gran
producción que te resuelva la multitud de dificultades que surgen a
lo largo de la puesta en marcha de un montaje, pero a fin de cuentas
una obra exitosa no necesita más que un buen texto, unos actores
capaces, un director con las cosas claras y mucho trabajo. Con las
lecciones de Cheek by Jowl bien aprendidas, Carlos Martínez-Abarca
ha hecho de la necesidad virtud y de su versión de Un cuento de invierno una función tan modesta como disfrutable.
Desde
el principio está claro que Martínez-Abarca quiere dejar atrás
cualquier intención de pomposidad para centrarse en lo que Un cuento
de invierno tiene de más juguetón, un relato contado por un niño
para entretener y encandilar. Y gracias a este estilo ligero y afable
el espectador puede dejarse llevar por un Shakespeare apto para todos
los públicos, con una historia de reyes y princesas, de viajes
exóticos y personajes simpáticos, con desiertos, bosques, tormentas
y osos. Nada es verosímil ni ganas de ello. Buscar cualquier
coherencia no sería solo inútil, sino no entender de qué va todo
esto. Quizá no haya una profundidad exigente ni un despliegue de
efectos, pero sí una muestra de teatro esencial que busca el corazón
del drama.
A
lo largo de toda la función el director sabe utilizar lo que tiene a
mano para elaborar escenas sugerentes en las que una luz bien puesta
puede evocar todo un escenario completo. Todavía recordamos la
espectacular escena de la fiesta en el montaje de Un cuento de
invierno dirigida por Sam Mendes que pasó hace unos años por
Madrid, y el contraste no puede ser mayor: lo que allí era un
desaforado despliegue escénico aquí se apaña con un mantel, como
si fuera un picnic en la Casa de Campo. O la escena de la
“reconciliación”, que se resuelve con un vídeo que puede
parecer una salida fácil, pero como tiene gracia y desparpajo, se
integra bien.
Aunque
el conjunto de la obra está muy bien ensamblado y en general el
reparto no muestra fisuras, por momentos parece que la función va a
convertirse en un espectáculo de Carlos Jiménez-Alfaro, tal es su
capacidad para llenar el escenario y transformarse en cuestión de
segundos en cualquier de la multitud de personajes que encarna. Si
como Tiempo ya nos introduce en este mundo mágico en el que el
escenario se convierte en un espacio idílico en el que todo es
posible, a lo largo de la obra no dejará de sorprender cambiando de
tono e incluso se diría que de presencia física en un continuo
vaivén que debe ser agotador, pero que Jiménez-Alfaro resuelve con
aparente sencillez, como si se tratara de un Puck que se ha
equivocado de obra.
El
Leontes Carlos Lorenzo al principio nos pareció un poco pasado de
punto, demasiado expansivo para una obra que precisamente destaca por
su contención. Pero poco a poco fuimos comprendiendo su locura e
irremediablemente nos recordó al Arturo de Córdova de Él, bigotito
incluido. Un cornudo que se deja llevar por el melodrama y la
paranoia hasta encontrar la redención final. Frente a este Leontes
desencadenado se sitúa la mucho más serena y firme Hermione de
Zaira Montes que transmite esa dualidad que permite tanto comprender
los celos de Leontes como estar seguros de su virtud. Su gran momento
es sin duda el juicio, en el que Montes se defiende con elocuencia y
dignidad.
Como
Paulina Rocío Marín comparte con su señora el sentido común y la
defensa impetuosa de la inocencia frente a la locura criminal de
Leontes. Marín defiende con bravura su papel en la escena en la que
presenta al rey a su hija para cambiar radicalmente de tono al
encarnar al bobo, con quien quizá hace demasiado evidente su
voluntad pasayesca, aunque el resultado cómico es indiscutible. Por
su parte, David Lázaro es un Camilo severo y fiel, incluso en su
traición, que sabe expresar muy finamente la disyuntiva en
apariencia irresoluble en la que se encuentra. Óscar Ortiz es un
Políxenes atribulado pero que puede mostrar toda su ferocidad frente
a su hijo. Luis Heras y Paula Ruiz forman una pareja que sabe
transmitir su pureza e inocencia y que pese a su juventud sabe
imponerse.
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