(Como
de La Llamada ya se ha dicho de todo y su éxito no necesita refrendo
de ningún tipo, aprovecharemos para realizar uno de nuestros
anhelos: comentar extramuros).
Más
allá de sus propias cualidades, La Llamada es toda una experiencia
teatral. Con un público que abarrota el Lara de una manera
apabullante, como si hubiera más gente de la que puede acoger, y que
además se muestra entregado desde el principio, asistir a una
representación de esta obra es como participar en una fiesta, como
uno de esos pases de The Rocky Horror Picture Show en los que el
público actúa de manera interactiva con lo que está pasando en el
escenario. Unos cuantos meses más y no nos extrañaría que la gente
empezara a asistir a las funciones disfrazados de monjas. O de
estrellas latinas.
Este
publico es, además, de lo más heterogéneo que quepa imaginar;
desde niños inocentes (lo cual da pie a situaciones tan incómodas /
cómicas como una pregunta que escuchamos por los alrededores: “¿que
significa bollera?”) hasta ancianos que representaban la misma
estampa del madrileño castizo acompañados por adolescentes no muy
diferentes a las que se ven en la obra. Todo muy extraño. Y muy
divertido. En general diríamos que no es un público muy habitual
del teatro, lo que se manifiesta en su pasión desinhibida. Cierto
que tuvimos que sufrir machacones comentarios en alto, no siempre en
voces de infantes (en su mayor parte eran repeticiones de lo que se
decía en escena, el ingenio no da para mucho más), pero de vez en
cuando es agradable encontrase con este tipo de espectadores
entusiastas, en lugar de los rancios e impostores de costumbre. Y
sabemos que esto suena terriblemente condescendiente, pero es que
nosotros somos espectadores habituales, ergo...
Como
decíamos, desde la primera escena todo el teatro se vino arriba.
Como la canción
de
El guardaespaldas es la única que conocemos de Whitney Houston (y
para lo popular que queríamos hacer esto, lo esnob que nos está
quedando), creíamos que iba a ser utilizada de culminación, pero
no, sirve de obertura, y es solo el primero de la cascada de aciertos
de Javier Ambrossi y Javier Calvo. Entre eso y la escena inicial, con
Claudia Traisac y Anna Castillo en plan chonis despendoladas ya
sabemos el terreno en el que nos vamos a mover y las carcajadas no
pararán hasta el final. De hecho, el estado de comunión que se
consigue es tal que se trata de una de esas obras en las que ni tan
siquiera es necesario que las situaciones sean divertidas para que
vengan acompañadas con el eco de risas cómplices. Todo el mundo
quiere pasárselo bien y aquí hay una excusa perfecta para hacerlo.
Si
la voz de Traisac consigue efectos arrebatadores entre las butacas,
la comicidad de Castillo (y, lo más curioso en este entorno, su
capacidad para conmover cuando menos te lo esperas) no encuentra
parapeto que se la resista. Pero será cuando entre en escena Belén
Cuesta cuando se produzca la sumisión total. Su monja de corazón
simple se lleva de calle el afecto del público gracia a una mezcla
de gracia y ternura tan de otra época que parece nueva. Y lo mismo
pasa con Gracia Olayo, la moderna antigua, esa monja que se las sabe
toda y que, quien lo diría, solo busca la felicidad de los demás,
incluido el espectador. De vez en cuando, para completar el cuadro,
se aparece Dios, es decir, Richard Collins-Moore, y la sonriente
expectación se transforma en energía liberada. Sí, un poco de
tiempo y aparecerán espectadores disfrazados de monja que al final
se subirán al escenario. Esto no hay quien lo pare.
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