lunes, 16 de febrero de 2015

La Llamada (Teatro Lara)

(Como de La Llamada ya se ha dicho de todo y su éxito no necesita refrendo de ningún tipo, aprovecharemos para realizar uno de nuestros anhelos: comentar extramuros).

Más allá de sus propias cualidades, La Llamada es toda una experiencia teatral. Con un público que abarrota el Lara de una manera apabullante, como si hubiera más gente de la que puede acoger, y que además se muestra entregado desde el principio, asistir a una representación de esta obra es como participar en una fiesta, como uno de esos pases de The Rocky Horror Picture Show en los que el público actúa de manera interactiva con lo que está pasando en el escenario. Unos cuantos meses más y no nos extrañaría que la gente empezara a asistir a las funciones disfrazados de monjas. O de estrellas latinas.

Este publico es, además, de lo más heterogéneo que quepa imaginar; desde niños inocentes (lo cual da pie a situaciones tan incómodas / cómicas como una pregunta que escuchamos por los alrededores: “¿que significa bollera?”) hasta ancianos que representaban la misma estampa del madrileño castizo acompañados por adolescentes no muy diferentes a las que se ven en la obra. Todo muy extraño. Y muy divertido. En general diríamos que no es un público muy habitual del teatro, lo que se manifiesta en su pasión desinhibida. Cierto que tuvimos que sufrir machacones comentarios en alto, no siempre en voces de infantes (en su mayor parte eran repeticiones de lo que se decía en escena, el ingenio no da para mucho más), pero de vez en cuando es agradable encontrase con este tipo de espectadores entusiastas, en lugar de los rancios e impostores de costumbre. Y sabemos que esto suena terriblemente condescendiente, pero es que nosotros somos espectadores habituales, ergo...

Como decíamos, desde la primera escena todo el teatro se vino arriba. Como la canción
de El guardaespaldas es la única que conocemos de Whitney Houston (y para lo popular que queríamos hacer esto, lo esnob que nos está quedando), creíamos que iba a ser utilizada de culminación, pero no, sirve de obertura, y es solo el primero de la cascada de aciertos de Javier Ambrossi y Javier Calvo. Entre eso y la escena inicial, con Claudia Traisac y Anna Castillo en plan chonis despendoladas ya sabemos el terreno en el que nos vamos a mover y las carcajadas no pararán hasta el final. De hecho, el estado de comunión que se consigue es tal que se trata de una de esas obras en las que ni tan siquiera es necesario que las situaciones sean divertidas para que vengan acompañadas con el eco de risas cómplices. Todo el mundo quiere pasárselo bien y aquí hay una excusa perfecta para hacerlo.

Si la voz de Traisac consigue efectos arrebatadores entre las butacas, la comicidad de Castillo (y, lo más curioso en este entorno, su capacidad para conmover cuando menos te lo esperas) no encuentra parapeto que se la resista. Pero será cuando entre en escena Belén Cuesta cuando se produzca la sumisión total. Su monja de corazón simple se lleva de calle el afecto del público gracia a una mezcla de gracia y ternura tan de otra época que parece nueva. Y lo mismo pasa con Gracia Olayo, la moderna antigua, esa monja que se las sabe toda y que, quien lo diría, solo busca la felicidad de los demás, incluido el espectador. De vez en cuando, para completar el cuadro, se aparece Dios, es decir, Richard Collins-Moore, y la sonriente expectación se transforma en energía liberada. Sí, un poco de tiempo y aparecerán espectadores disfrazados de monja que al final se subirán al escenario. Esto no hay quien lo pare.

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