lunes, 28 de septiembre de 2015

El sueño de una noche de verano (Teatro María Guerrero)

Antes de ver la versión coreana de El sueño de una noche de verano que inaugura el ciclo Una mirada al mundo, nos asaltan las lógicas dudas: ¿cómo será esta aproximación oriental a un clásico del teatro europeo? Podemos invocar las magníficas adaptaciones shakesperianas que realizó Kurosawa, pero nos tememos que este montaje de Yohangza poco tendrá que ver con aquellas películas. En cualquier caso, toda especulación sobres exotismos y brechas culturales se viene abajo a mitad del espectáculo: en la que es la peor escena del montaje, la pareja de actores que interpreta a Puck (o su trasunto coreano) comienza a lanzar pulseras de plástico al público, y una parte no menor de este parece volverse loco. No es que no entendamos a los coreanos, es que la actitud de muchos de nuestros compatriotas escapa a nuestra capacidad de comprensión.

Pobre Chéspir, pensamos también durante la representación. No porque la obra sea mala, al contrario, es divertida y bonita, lo que teniendo en cuenta los antecedentes de Una mirada al mundo no es poca cosa. Pero, nos preguntamos, ¿era necesario secuestrar de nuevo el nombre de Bill? Si Shakespeare fuera una materia prima, haría tiempo que sus recursos se habrían visto agotados. Y total, lo que la compañía coreana ha extraído de El sueño de una noche de verano apenas es la anécdota argumental, para eso podrían haber tirado de alguna leyenda local o algo así. Pero se ve que eso de intentar darse prestigio a costa de otros no es patrimonio occidental.

Y bueno, lo que nos ha traído Jung-Ung Yang es un festivo y alocado mundo de diablillos y enamorados sin demasiada chicha literaria (que como tampoco es que dominemos el coreano, pues casi mejor) y un gran despliegue físico. La escenografía, como contrapartida, es sobria y elegante. Como esta consideración quizá no sea lo suficientemente tópica, añadiremos una comparación: es muy Muji. El vestuario también es contendio (excepto en algún momento parchís) y la música, predominantemente percusiva (ese género tan populista), conecta con el público y eleva la energía. También hay multitud de recursos sonoros que inciden en la ya de por sí evidente intención de convertir la escena en unas viñetas en las que los actores parecen dibujos animados.


A veces pensamos que si tuviéramos público ya haría tiempo que nos lo habríamos enajenado (o era enojado) con nuestras chuflas sobre el espectador medio. Pero luego resulta que nos quedamos entre los corrillos de la salida y escuchamos comentarios que podríamos suscribir por completo. Y otros que no compartimos pero que son los mismos que hemos dirigido a obras generalmente aceptadas que nosotros encontrábamos horribles. Incluso hay apostillas de una pedantería que de tan familiar nos emociona. Hermano espectador, cómo te comprendo. Lo que no impide que sigamos sin entender, más allá de la furia por las pulseritas, las reacciones más clamorosas del público, ese afán de protagonismo fuera de lugar. Quizá sea que en esto del teatro también funciona lo de la mayoría silenciosa. 

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