Antes
de ver la versión coreana de El sueño de una noche de verano que
inaugura el ciclo Una mirada al mundo, nos asaltan las lógicas
dudas: ¿cómo será esta aproximación oriental a un clásico del
teatro europeo? Podemos invocar las magníficas adaptaciones
shakesperianas que realizó Kurosawa, pero nos tememos que este
montaje de Yohangza poco tendrá que ver con aquellas películas. En
cualquier caso, toda especulación sobres exotismos y brechas
culturales se viene abajo a mitad del espectáculo: en la que es la
peor escena del montaje, la pareja de actores que interpreta a Puck
(o su trasunto coreano) comienza a lanzar pulseras de plástico al
público, y una parte no menor de este parece volverse loco. No es
que no entendamos a los coreanos, es que la actitud de muchos de
nuestros compatriotas escapa a nuestra capacidad de comprensión.
Pobre
Chéspir, pensamos también durante la representación. No porque la
obra sea mala, al contrario, es divertida y bonita, lo que teniendo
en cuenta los antecedentes de Una mirada al mundo no es poca cosa.
Pero, nos preguntamos, ¿era necesario secuestrar de nuevo el nombre
de Bill? Si Shakespeare fuera una materia prima, haría tiempo que
sus recursos se habrían visto agotados. Y total, lo que la compañía
coreana ha extraído de El
sueño de una noche de verano
apenas es la anécdota argumental, para eso podrían haber tirado de
alguna leyenda local o algo así. Pero se ve que eso de intentar
darse prestigio a costa de otros no es patrimonio occidental.
Y
bueno, lo que nos ha traído Jung-Ung Yang es un festivo y alocado
mundo de diablillos y enamorados sin demasiada chicha literaria (que
como tampoco es que dominemos el coreano, pues casi mejor) y un gran
despliegue físico. La escenografía, como contrapartida, es sobria y
elegante. Como esta consideración quizá no sea lo suficientemente
tópica, añadiremos una comparación: es muy Muji. El vestuario
también es contendio (excepto en algún momento parchís) y la
música, predominantemente percusiva (ese género tan populista),
conecta con el público y eleva la energía. También hay multitud de
recursos sonoros que inciden en la ya de por sí evidente intención
de convertir la escena en unas viñetas en las que los actores
parecen dibujos animados.
A
veces pensamos que si tuviéramos público ya haría tiempo que nos
lo habríamos enajenado (o era enojado) con nuestras chuflas sobre el
espectador medio. Pero luego resulta que nos quedamos entre los
corrillos de la salida y escuchamos comentarios que podríamos
suscribir por completo. Y otros que no compartimos pero que son los
mismos que hemos dirigido a obras generalmente aceptadas que nosotros
encontrábamos horribles. Incluso hay apostillas de una pedantería
que de tan familiar nos emociona. Hermano espectador, cómo te
comprendo. Lo que no impide que sigamos sin entender, más allá de
la furia por las pulseritas, las reacciones más clamorosas del
público, ese afán de protagonismo fuera de lugar. Quizá sea que en
esto del teatro también funciona lo de la mayoría silenciosa.
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