Con
su quinta temporada recién estrenada, más que hablar de los valores
teatrales de Los miércoles no existen, así en teoría, quizá lo
más pertinente sería intentar analizar los motivos de su éxito,
yendo a lo práctico. Pero, claro, si los conociéramos estaríamos
escribiendo una obra de teatro y no una reseña. Teniendo en cuenta
este resquemor, nos vamos a confesar: si hubiéramos asistido al
estreno de la obra hace tres años, sería poco probable que
hubiéramos augurado tamaño éxito. Sí, es una obra que se ve bien
y que se puede recomendar sin problemas de conciencia: vas a pasar un
buen rato casi seguro. Pero ¿dónde está la clave de que haya
tenido tal acogida y que todavía siga en marcha?
Como
no nos fiamos mucho de nuestro criterio en estos asunto (y, visto lo
visto sobre nuestra capacidad de predicción, con motivo) nos fijamos
en el público, al que así en general se le ve encantado. Y
recurrimos al efecto M-80: desde luego Los
miércoles no existen
no nos van a traer ninguna sorpresa; algunas escenas están tan
vistas que nos quedamos a la espera del punto paródico. Pero es que
resulta que esto no está en el esquema: hemos venido aquí para que
nos cuenten lo que ya sabemos. Y esto es muy reconfortante. Como pasa
cuando se escucha la cadena citada, no vamos a descrubrir ninguna
canción nueva, pero casi todo lo que nos pongan estará bien (o la
nostalgia pondrá de su parte para que así lo parezca) e incluso
puede que nos regalen un par de temazos. Pensamos en aquellos
tiempos, damos palmas, soltamos unas cuantas carcajadas y salimos con
buen cuerpo.
Con
lo que se ha demostrado un gran instinto comercial, Peris Romano sabe
sacar partido a varias situaciones de repertorio con un aire muy
ochentero (o quizá noventero, pero por seguir con lo de la radio)
que siguen funcionando. De igual manera, los personajes tampoco van
mucho más allá del arquetipo: el fanfarrón zafio y simpaticón
(ahora conocido como cuñado), el romántico idealista (pagafantas),
la chica liberada... Como aportación que traspasa un poco los
límites del convencionalismo, Romano se permite unos juegos
temporales que, según pudimos escuchar a la salida, cortocircuitan
algunas mentes y que le dan algo de chicha al desarrollo narrativo,
aunque se eche en falta algo más de trasteo, pues tampoco aquí hay
demasiado espacio para lo inesperado. En la dirección Romano y Maite
Pérez Astorga tienen claro que quieren llevarse bien con el público,
que todo esto es de buen rollo y que su participación es agradecida.
Como si fuera la tele, estamos en el salón de vuestra casa. Porque
ya nos conocéis, ¿a que sí?
Tenemos
que decir que en el reparto que nos tocó hay una perceptible
descomposición entre el elemento masculino y el femenino. También
es verdad que los papeles para ellos están mejor escritos y tienen
más posibilidades de lucimiento que los dedicados a ellas, pero en
cualquier caso hay que destacar a Daniel Guzmán, el cuñado, por su
gracia y por su habilidad para levantarse al público como y cuando
quiere, y a Javier Rey, el pagafantas, que logra esquivar lo patético
(y mira que se lo ponen difícil, bigote incluido) y mejorar a su
personaje. Javier Albalá (¡coincidencia cósmica! que no viene al
caso) parece interpretar a un personaje diferente cada vez que
aparece, lo cual en principio no es malo, pero sí un poco
desconcertante. Mónica Regueiro empieza bien la mañana después,
con ritmo y manejo de la situación, pero tiene la mala suerte de que
luego le tocan dos de las escenas más flojas de la función. Por el
contrario, Irene Anula protagoniza el llenapistas de la noche, el
tema más celebrado y recordado, pero cuando los ánimos se
tranquilicen, parece que ella se tranquiliza en exceso. Pero con
ansias, muy raro. A Bárbara Grandío la vimos demasiado crispada,
con las manos rebeldes y a la espera de coger el punto al personaje.
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