Diversos
traumas (colectivos, al parecer) han llevado a que la imagen del
payaso haya pasado de mover a la risa a provocar miedo o melancolía.
Ya se trata de una percepción tan extendida que se diría que forma
parte de la concepción general del mito del payaso. Por eso, aparte
de algunas reminiscencias de Candilejas,
cuando esperamos a que empiece El minuto del payaso nos tememos que
pueda ser un estudio sobre la depresión, la decadencia y bua bua.
Pero en cuanto entra Luis Bermejo vemos que nos vamos a enfrentar a
una categoría diferente: el payaso cabreado. Y loco. Porque todos
los rituales, vistos desde fuera, tienen un aire de excentricidad que
puede confundirse con daños cerebrales, la manía convertida en
patología. Pero lo de este Amaro Junior es de camisa de fuerza:
algunos lo llamaran lucidez.
El
texto de José Ramón Fernández (sin duda el mejor suyo que hemos
visto representado) puede parecer contagiado de esta esquizofrenia,
aleatorio e ido de madre. Sin embargo, también es evidente que nada
en el es gratuito, que incluso los espacios para la (supuesta)
improvisación están medidos. La progresión de la obra es
admirable, en un claro de menos a mas que empieza por desconcertar al
espectador... y desde entonces no deja de sorprender. Cuando crees
que ya le has cogido el punto y sabes de qué va este payaso, se
produce una pausa y un cambio total de tono. De la historia
particular de este pobre Amaro pasamos a reflexiones sobre el teatro,
sobre la risa, sobre la realidad... Y esto, que puede parecer forzado
o grandilocuente, en manos de Bermejo adquiere una naturalidad
desarmante. Como si detrás de todo hubiera una evocación a Macbeth,
aparece la vida como un cuento, etc.
Fernández
es reconocible por su habilidad para entramar con solidez un texto
dramático saltándose todas las convenciones (además de por sus
juegos con la palabras, casi obsesiones filológicas), pero en esta
ocasión destaca sobre todo por su comicidad. Como decíamos al
principio, el payaso, en concepto, ya no mueve a la risa, pero este
payaso es realmente divertido. Su rutina del plátano es antológica,
pero es que durante todo el espectáculo hay una continuidad de
chispazos que desembocan en una parte final en el que el desmadre y
el estado de gracia (en su doble sentido) en el que se encuentra
Bermejo hacen del espectáculo irresistible. Fernando Soto una vez
más muestra su buen tino para moverse en formatos pequeños y saca
todo el partido de un monólogo que, como bien dice Amaro, es un
putarradón: no solo para el actor, sino también para la puesta en
escena, que debe ser dinámica y variada sin poder echar mano de
demasiados recursos: Soto solventa el reto con imaginación y
sutileza.
Curiosamente,
la primera vez que vimos a Bermejo fue como clown, en la
extraordinaria Sobre
Horacios y Curiacios,
y aunque no sabemos si Fernández escribió el papel de Amaro con él
en mente, lo cierto es que su elección es un acierto total. Aunque
Bermejo parece un tipo majo, cuando su personaje tiene que ponerse
amenazante o desagradable, consigue que sea hasta repulsivo. Pero su
morceau
de bravoure
está cuando se deja de depresiones y decide pasárselo bien. Bermejo
tiene momentos esplendorosos, como sus conversaciones con su padre,
de una gran hondura, retraído hasta casi desaparecer, junto a otros
de expansión desbordante, combinando eso tan difícil de manejar la
rutina del espectáculo con la singularidad de cada función. Y
quizá la risa que provoca no dure demasiado una vez abandonado el
teatro, pero sospechamos que su recuerdo sí que permanecerá.
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