Pese
a que La piedra oscura dura apenas una hora, Alberto Conejero y Pablo
Messiez se lo toman con calma. No es ya que la acción tarde en
arrancar, es que la representación está repleta de pausas
anticlimáticas y de silencios que llegan a poseer su propio ritmo,
como ese mar de fondo, apenas intuido pero constante. Sin
apresuramientos, dando peso a cada palabra, marcando (sin remarcar,
he aquí la clave) cada gesto. Pero este tempo reposado no impide que
la obra se pase en un suspiro: es tal la intensidad de las emociones,
tan profundo el sentimiento expresado sobre las tablas, que el
espectador se ve arrastrado por la historia sin que pueda oponer
resistencia. Piano piano si va lontano.
Y
eso que en principio detectamos una falla en la construcción
dramática de la obra. Porque en gran medida La
piedra oscura
se desarrolla en paralelo a la transformación de Sebastián a través
de las sacudidas, a veces físicas, de Rafael. El prisionero tiene
que enfrentarse al lavado de cerebro al que ha sido sometido su
captor y convencerle de que el humanismo y la razón están de su
parte. Y este es el problema: el espectador ya está convencido de
ello. Pero Conejero sabe evitar esta redundancia al cargar el peso de
la prueba sobre lo emocional más que sobre el intelecto. Rafael
llega al corazón de Sebastián, no a su cerebro, y la
confraternización se produce porque son dos personas las que se
encuentran, no dos historias abstractas o unas formas contrapuestas
de entender el mundo. No hay reeducación, sino comprensión.
De
hecho, el enfrentamiento inicial había sido más impuesto que real.
Tanto Rafael como Sebastián son dos víctimas, cada uno de ellos con
sus propios remordimientos y dudas. Rafael tiene más conciencia de
su posición y ha tomado partido conociendo las consecuencias, pero
sigue sin entender muy bien cómo se ha metido en este lío, ni tan
siquiera a qué viene el lío. Cree que está del lado bueno de la
historia y que los suyos acabarán imponiéndose, pero maldice el
punto sin retorno al que han llevado los acontecimientos. Este
panorama general se ve matizado por su comportamiento personal, ese
instante de duda en el que falló a quien más quería y que es la
verdadera fuente de su arrepentimiento: no ha estado a la altura
precisamente en momento decisivo. Por su parte, Sebastián ha crecido
en un mundo cerrado en el que incluso sus ilusiones más precarias se
han visto de repente laminadas por la intrusión de la realidad cruel
y despiadada. El también flaqueó cuando le llegó el momento de
reaccionar con valentía, pero en su caso ni tan siquiera tiene la
certeza, como Rafael, de que los suyos sean los buenos.
Más
allá de la reiterada discusión sobre “otra maldita historia sobre
la guerra civil”, lo que a nosotros nos molesta de ciertas obras
centradas en este periodo es el uso oportunista del pasado reciente
de España para apuntalar intereses propios, sin el respeto debido a
las verdaderas víctimas, y mucho menos a la verdad. Pero se nota que
Conejero ha puesto lo mejor de sí en La
piedra oscura
y ha logrado evitar los tópicos más recalcitrantes, las evocaciones
más falsas y las divisiones maniqueas. Incluso
la figura de Lorca, tan manoseada y manipulada, queda aquí como un
reflejo apenas aprehensible, una evocación frágil y cariñosa a la
que hay que tratar con cuidado que se merece. Y con este texto Pablo
Messiez ha refrenado en cierta medida sus pasiones melodramáticas
(que, por otra parte, tan estimulantes resultados le han dado) para
concentrarse en la intimidad de sus dos personajes, a los que trata
con respeto y delicadeza. Su puesta, acorde con el libreto, es
mesurada y cuidadosa en los detalles, consciente de que la fuerza
interior de la historia no necesita despliegues escénicos ni
desbordamientos actorales.
Por
eso, para completar la partida, los actores también tienen que
conjugar la expansión sentimental con la expresión contenida. Nacho
Sánchez comienza al borde de la quiebra nerviosa, siempre en estado
de alerta, desconfiado y temeroso. Como contraste, Daniel Grao
aparece lógicamente decaído, aparentemente sin fuerzas para luchar
ni defenderse. Pero poco a poco se producirá un trasvase de energía.
A medida que sus personajes se van conociendo y comprendiendo,
Sánchez se tranquiliza, acepta cierta intimidad y compromiso. Grao,
que ya comprendía desde el principio, siente compasión por su
guardián y ve que conserva algunos restos de humanidad, que sabrá
cumplir una promesa y que recordará. Sánchez y Grao, como sus
personajes, son dos actores muy diferentes, pero cuando se produzca
el encuentro, casi se podría decir que la disolución en uno,
comprobaremos que funcionan en la misma sintonía. Que es lo que se
quería demostrar.
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