La
situación de la que parte Bangkok (calificarlo de anécdota sería
rebajarle importancia) estaba reclamando una obra de teatro, aunque
lo más previsible hubiera sido salir con un esperpento, de esos que
no necesitan distorsión ni nada: vienen tal cual en los periódicos.
Pero Antonio Morcillo decidió tomarse las cosas en serio y
transformar uno de esos aeropuertos vacíos que casi se convirtieron
en tendencia hace unos años para realizar un planteamiento mucho más
profundo, casi metafísico. Cierto que en algún momento la obra
parece que va a tirar por el lado del sermón, ese que haría asentir
cabezas y pensar, cuánta razón; pero por suerte el autor evita la
complacencia de la indignación y opta por llevar su representación
de la realidad mucho más allá de la ramplona constatación. De
hecho, su lado más fantasioso, que en un principio podría parecer
un recurso fácil para salir de un enredo de difícil resolución,
acaba convirtiéndose en una de las mejores bazas de la función.
Porque
en Bangkok
el espectador nunca sabe cómo va a evolucionar la trama, ni tan
siquiera hasta que punto lo que esta viendo es real.
Los dos personajes protagonistas mezclan inconsistencia dramática
(pasan a encarnar caracteres totalmente opuestos de una escena a otra
sin más explicaciones) con un fondo casi arquetípico que les
confiere una función simbólica de depredador y presa en permanente
combate. Es como si el planteamiento teórico fuera por una lado (la
lucha de clases, la rebelión ante las imposiciones sociales, la
aceptación de las cosas tal como son), mientras que los personajes
se hubieran levantado frente a este encorsetamiento y plantearan su
propia individualidad, su derecho a no dejarse atrapar por lo que se
espera de sus yoes genéricos. En este aspecto Morcillo también
tiene que hacer frente a su dualidad entre autor y director. Con la
libertad que le da el derecho a tomar todas las decisiones, pero
también con las restricciones autoimpuestas, tiene que manejar
situaciones ambivalentes sin traicionarse, pero lo que es más
importante, sin asesinar la libertad, el valor más importante
también en el teatro.
Para
hacer creíbles y humanos a estos dos protagonistas que podrían
haberse convertido en simples papeles, Morcillo tiene la suerte de
contar con dos actores que se lo creen y que transmiten su
compromiso. Es una lástima que la sala de la Princesa estuviera solo
medio llena (siendo optimistas), pero egoístamente eso nos permitió
tener por momentos la sensación de que el recital de Fernando
Sansegundo era solo para nosotros. El arco de su viajero va del viejo
desvalido y un poco tonto inicial al desalmado e inquietante ejecutor
en que se va convirtiendo. Tanto en los momentos más íntimos, en
los que parece mostrar sus debilidades (dejando espacio para
interpretarlo como simple manipulación), como en la escenas en las
que se muestra como un cínico implacable, Sansegundo demuestra un
dominio apabullante de la escena. Pero Dafnis Balduz no se deja
avasallar, y al igual que su vigilante consigue mantenerse en pie,
con dignidad y bravura. Balduz dota a su personaje de una energía
poderosa, que solo momentáneamente se dejará apagar cuando la
melancolía y la derrota parezcan imponerse.
En
el limitado espacio que ofrece la sala de la Princesa Paco Azorín se
las apaña para, con cuatro elementos, trasmitirnos la sensación de
entrar en uno de esos desalmados e inhóspitos aeropuertos, en este
caso todavía más fríos por motivos evidentes. Nos habíamos
presentado allí sin muchas referencias (incluso, dado el título y
el entorno, pensamos que a lo mejor iba a tener algo que ver con
Vázquez Montalbán, algo más directo en todo caso) y no esparábamos
mucho más que una de esas obras "rabiosamente actuales" y
quizá un poco oportunistas. Al desembarcar podíamos certificar que
nos habíamos encontrado algo más, un combate en múltiples niveles
algo confuso pero que muestra una necesidad irrenunciable de seguir
haciendo frente. Una propuesta con ideas para la reflexión que no se
conforma con tener la satisfacción de estar del lado bueno.
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