lunes, 23 de noviembre de 2015

Bangkok (Teatro María Guerrero)

La situación de la que parte Bangkok (calificarlo de anécdota sería rebajarle importancia) estaba reclamando una obra de teatro, aunque lo más previsible hubiera sido salir con un esperpento, de esos que no necesitan distorsión ni nada: vienen tal cual en los periódicos. Pero Antonio Morcillo decidió tomarse las cosas en serio y transformar uno de esos aeropuertos vacíos que casi se convirtieron en tendencia hace unos años para realizar un planteamiento mucho más profundo, casi metafísico. Cierto que en algún momento la obra parece que va a tirar por el lado del sermón, ese que haría asentir cabezas y pensar, cuánta razón; pero por suerte el autor evita la complacencia de la indignación y opta por llevar su representación de la realidad mucho más allá de la ramplona constatación. De hecho, su lado más fantasioso, que en un principio podría parecer un recurso fácil para salir de un enredo de difícil resolución, acaba convirtiéndose en una de las mejores bazas de la función.

Porque en Bangkok el espectador nunca sabe cómo va a evolucionar la trama, ni tan siquiera hasta que punto lo que esta viendo es real. Los dos personajes protagonistas mezclan inconsistencia dramática (pasan a encarnar caracteres totalmente opuestos de una escena a otra sin más explicaciones) con un fondo casi arquetípico que les confiere una función simbólica de depredador y presa en permanente combate. Es como si el planteamiento teórico fuera por una lado (la lucha de clases, la rebelión ante las imposiciones sociales, la aceptación de las cosas tal como son), mientras que los personajes se hubieran levantado frente a este encorsetamiento y plantearan su propia individualidad, su derecho a no dejarse atrapar por lo que se espera de sus yoes genéricos. En este aspecto Morcillo también tiene que hacer frente a su dualidad entre autor y director. Con la libertad que le da el derecho a tomar todas las decisiones, pero también con las restricciones autoimpuestas, tiene que manejar situaciones ambivalentes sin traicionarse, pero lo que es más importante, sin asesinar la libertad, el valor más importante también en el teatro.

Para hacer creíbles y humanos a estos dos protagonistas que podrían haberse convertido en simples papeles, Morcillo tiene la suerte de contar con dos actores que se lo creen y que transmiten su compromiso. Es una lástima que la sala de la Princesa estuviera solo medio llena (siendo optimistas), pero egoístamente eso nos permitió tener por momentos la sensación de que el recital de Fernando Sansegundo era solo para nosotros. El arco de su viajero va del viejo desvalido y un poco tonto inicial al desalmado e inquietante ejecutor en que se va convirtiendo. Tanto en los momentos más íntimos, en los que parece mostrar sus debilidades (dejando espacio para interpretarlo como simple manipulación), como en la escenas en las que se muestra como un cínico implacable, Sansegundo demuestra un dominio apabullante de la escena. Pero Dafnis Balduz no se deja avasallar, y al igual que su vigilante consigue mantenerse en pie, con dignidad y bravura. Balduz dota a su personaje de una energía poderosa, que solo momentáneamente se dejará apagar cuando la melancolía y la derrota parezcan imponerse.


En el limitado espacio que ofrece la sala de la Princesa Paco Azorín se las apaña para, con cuatro elementos, trasmitirnos la sensación de entrar en uno de esos desalmados e inhóspitos aeropuertos, en este caso todavía más fríos por motivos evidentes. Nos habíamos presentado allí sin muchas referencias (incluso, dado el título y el entorno, pensamos que a lo mejor iba a tener algo que ver con Vázquez Montalbán, algo más directo en todo caso) y no esparábamos mucho más que una de esas obras "rabiosamente actuales" y quizá un poco oportunistas. Al desembarcar podíamos certificar que nos habíamos encontrado algo más, un combate en múltiples niveles algo confuso pero que muestra una necesidad irrenunciable de seguir haciendo frente. Una propuesta con ideas para la reflexión que no se conforma con tener la satisfacción de estar del lado bueno.

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