Casi
al final de la función, el Prestidigitador le dice al Director
"quitar es muy fácil. Lo difícil es poner". Y aquí es
precisamente donde encontramos el principal punto débil de El público. Porque para nosotros lo realmente complicado, lo que define
una obra de arte verdaderamente conseguida, es alcanzar el punto en
el que se ha quitado todo lo que sobra y se ha alcanzado lo esencial.
Al contrario de lo que dice el Prestidigitador, poner es muy
sencillo, todo el mundo puede hacerlo. Pero solo los grandes
creadores son capaces de ejercer con sabiduría el supremo arte de
quitar.
En
la actualidad es muy difícil criticar a García Lorca (o san
Federico), hasta el punto de que ponerle la más mínima pega puede
considerarse un pecado, pero vamos a tener que cometer el sacrilegio.
Para curarnos en salud, diremos que consideramos que Lorca fue
probablemente el mejor dramaturgo español en mucho tiempo. Pero,
consciente de su talento, quiso llevar el teatro más allá de sus
fronteras convencionales, sobrepasar los límites de lo estaba
permitido. Y queriendo ser más, obtuvo menos. Es normal que alguien
como Lorca, con su maestría y su dominio, se planteara tales retos,
se propusiera redefinir nada menos que el teatro en sí. La lástima
es que, en nuestra opinión, fracasó en el intento. De manera
gloriosa, si se quiere, pero a fin de cuentas El
público
es una derrota.
Porque,
aparte del problema de intentar meter todo lo que le pasara por la
cabeza que hemos señalado, también se produce una brecha entre la
mente del poeta y su comunicación. Está muy bien lo de poner a
prueba qué se puede considerar teatro, pero cuando la separación
entre las ideas del artista y la percepción del público es
insalvable, se cae en el solipsismo más ensimismado. Se podría
decir que una obra como El
público
exige algo más que el teatro al que estamos acostumbrados, una
atención extra y un estudio pormenorizado. Pero, sinceramente, como
nos pasa con la pintura contemporánea, creemos que el arte que
necesita un libro de instrucciones no es arte. Y por supuesto que La
vida es sueño
o El
rey Lear
se aprecian mejor cuanto más conocimientos se tengan sobra la obra y
sus circunstancias, pero hay algo profundo en ellas, algo puramente
teatral, que hace que ese enriquecimiento sea complementario, no
indispensable para admirar su grandeza.
De
manera paralela, también nos da la sensación de que Àlex Rigola se
ha dejado llevar. Tenemos a Rigola en el altar de nuestros directores
preferidos, pero hay que admitir que a veces se pasa de la raya. Y
esto, como con Lorca, no está mal de por sí, pero si no funciona,
no funciona, qué le vamos a hacer. Es como si de vez en cuando
Rigola tuviera la necesidad de demostrar (o quizá demostrarse) que
es más audaz que nadie, que mantiene un prurito provocador. Pero en
los peores momentos de El
público
nos recuerda al innombrable. Seremos convencionales (lo somos), pero
entre Maridos y mujeres
y El
público,
no tenemos ninguna duda de qué tipo de teatro preferimos. Y tampoco
se trata de tener que elegir, ambos estilos pueden convivir y si no
queremos caer en el también detestado teatro esclerótico es
necesario sacudir las convicciones de vez en cuando. Pero sin abusar.
Tampoco
es que esta versión del El
público
pueda asimilarse a los horrores que recién hemos sufrido y comentado
del ciclo Una mirada al mundo. Ni por asomo alcanza esos niveles de
bobería y aburrimiento. Este es un montaje estimulante, con grandes
momentos de emoción dramática en los que la apuesta por confiarlo
todo en el sentimiento, más allá de la comprensión, triunfa en su
belleza pura, autónoma. También recuperamos a un Max Glaenzel
pletórico de recursos en su escenografía que sin caer en el
simbolismo obvio ofrece múltiples interpretaciones. Y una
iluminación soberbia (aunque por momentos algo molesta) de Carlos
Marquerie. Las interpretaciones, sin posible sujeción a la
construcción psicológica, a veces transmiten una sensación
aumentada de desconcierto, mientras que en otros momentos arrancan
sin saber muy bien de dónde una fuerza trágica insospechada.
Seguramente
es tan sencillo como que El
público
no es una obra para nosotros. Pero esta es la explicación fácil,
aplicable a cualquier obra. Aquí siempre procuramos ser sinceros,
aunque nos equivoquemos en nuestras opiniones. Por eso, ante las
sensaciones ambivalentes que nos provoca El
público,
tenemos que preguntarnos: ¿y si en lugar de Lorca la obra la firmara
un autor del que solo sabemos que pertenece a una críptica escuela
vanguardista?, ¿y si en vez de Rigola el director fuera el
innombrable? No podemos desprendernos de lo que ya sabemos, pero
esperamos que nuestra valoración hubiera sido la misma, la de haber
asistido a un bello fracaso.
Acabo de salir de ver esta obra y me he sentido muy decepcionada, me gustan vuestros comentarios acertados y valientes.
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