Ahora
que están tan de moda cuestiones candentes como qué es el teatro y
blablabla, y hasta añoramos una obra normalita, con tres actos,
diálogos chispeantes, personajes complejos, sorpresa y confort.
Después de tantos experimentos gastronómicos, un cocido. (Metáfora
pesada, fácil y falsa, tres en uno). Lo que es verdad es que tenemos
ganas de algo clásico, de volver a casa, pero, de primeras, lo que
nos encontramos con Cuándo todos pensaban que habíamos desaparecido no es precisamente teatro
del de toda la vida, sino una agresión personalizada. Porque, vamos
a ver, con lo siesos que somos, nos reciben con una de esas
explosiones de entusiasmo forzado que tanto nos disgustan. Que no
queremos dar palmas, leñe. Y el hombre, pues yo no me canso. Y luego
encima a corear. A ver quién es más cabezón. Al final se cansa y
la cosa empieza oficialmente. Continúa el ataque: chistes
escatológicos, con lo estirados que somos. No es por arrugar la
nariz, pero, sinceramente, es que no nos hacen gracias los chistes de
p*** y c*** (tan finolis que hasta tenemos que poner asteríscos).
Para rematar la ofensiva, flamenco. Vaya por god, vas a ver una obra
mexicana, y te encuentras con que la peste te persigue. (¿Hemos
llamado al flamenco, ese Patrimonio de la Humanidad, peste? Sí). Es
que dirás que no, pero parece de verdad que vienen a por nosotros.
3-0. Esto no lo remonta ni... ¿el Alcoyano? Pues sí, resulta que
Vaca35 culmina la machada (qué expresión, por favor).
Bueno,
desarruguemos la nariz. Después de esta introducción de infarto,
nos encontramos con algo ciertamente más relacionado con la imagen
que tenemos de México que el flamenco: la muerte. Aquí, además,
ligada con la cocina, no es mal maridaje. Pero lo que la
representación podría tener de tópico exportable, Damián
Cervantes y todos los actores consiguen hacerlo real, verdaderamente
sentido. Cierto que a lo largo de la obra todavía queda algo de
ruido innecesario, como si les hubiera dado miedo quedar demasiado
sosos y se hubieran pasado con las especias, pero también que cuando
se recoge, cuando se lo toma con calma y prefiere la reflexión a la
expansión, logra unos emocionantes niveles de ternura y evocación.
Claro está, el momento álgido es el recuerdo de los seres queridos,
las anécdotas sencillas e íntimas que el reparto comparte con el
público a corazón abierto. Los otros grandes momentos de la obra se
producen cuando cada actor explica el motivo por el que está
preparando cada plato, lo que significa para ellos, el mundo
recuperado a través del olor y del sabor. O ese fulgor de teatro llameante en el que se enumeran los fusilados de tiempos y lugares cercanos y lejanos. O cuando la presencia de los desaparecidos se manifiesta de manera sutil y mágica.
Cuándo
todos pensaban
es un continuo vaivén entre estas escenas de memoria introspectiva y
de explosiones incontroladas (cuya máxima expresión es esa pelea
muy poco fingida). A Cervantes se le va un poco la mano en algunas
ideas que más que añadir capas enturbian la fluidez, pero de alguna
manera logra reconducir la narración para que se imponga el lado más
personal. No sabemos hasta que punto lo que cuentan los intérpretes
es verdadero, pero de ellos diremos una de las mejores cosas que se
puede decir de un actor: parece que no actúan. Queden aquí sus
nombres como muestra de reconocimiento colectivo: Diana
Magallón, Mari Carmen Ruiz, José Rafael Flores, Cristina Gamiz,
Jorge Yamam, además de la música de Diego
Paqué, que de pesado pasa a imprescindible.
Aunque sus narraciones sean ciertas, en toda representación hay algo
de impostado. Incluso la mera repetición obliga a ejercitar una
técnica que priva de naturalidad. Y, sin embargo, todos en el elenco
de Cuándo
todos pensaban
se abren las carnes ante los espectadores para ofrecer lo que hay en
su interior, y eso no tiene precio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario