Cerrar
los ojos y ver la vida que te espera. Después, decidir si merece la
pena volver a abrirlos. Como decían en el mejor episodio de Morir
(o no),
la película de Ventura Pons y Sergi Belbel con la que El cabaret de los hombres perdidos tiene varios puntos en común, lo moderno, es
decir, lo cínico, sería responder que no, que para qué, si al
final todos calvos. En algún momento de la representación, nos
tememos que la cosa pueda ir por ahí, que la fascinación por el
malditismo y la roña hayan desviado a Christian Simeón hacia los
callejones del desengaño y la negación de la vida. Pero por suerte
todo era un espejismo y el espíritu lúdico y vital se impone.
Aunque, ojo, sin caer en otro tipo de complacencia igualmente
nefasto, el de lo confortable y biempensante, el compromiso con la
mediocridad. Porque en esta obra la verdadera transgresión (término
gastado y que ha perdido su significado del que quizá deberíamos
huir) no está en su presentación de un modo de vida dizque
alternativo, sino en su reivindicación de la felicidad.
Que
es lo que tienen los musicales, que te alegran el día. Por lo menos
los que nos gustan a nosotros. Y es lo que regala este Cabaret,
un musical pequeño, sin grandes orquestas (más bien un piano), sin
grandes números de baile (tirando a uno o ninguno), pero que tiene
el poder euforizante de las grandes celebraciones. Porque si las
canciones, muy bien adaptadas por Alicia Serrat, muestran un amplio
repertorio que va de lo íntimo a lo espectacular, de lo sentimental
a lo paródico, las escenas habladas (que en ningún caso son de
transición), tienen mucha gracia e ingenio. En realidad, no se trata
de una historia muy original (otro de sus peligros es que a veces se
acerca peligrosamente al esquema de triunfo y decadencia), pero
Simeón hace eso tan difícil de hacer las cosas fáciles: una
historia bien contada, con sus escenas delimitadas, su progresión
sin baches y unos cuantos toques personales y divertidos. La típica
recreación de una historia dentro de una historia está llevada sin
aspavientos, con toda naturalidad y sin complicar el asunto, y cuando
llega el momento del desenlace y de tomar partido, lo hace con la
misma consistencia y claridad.
La
puesta en escena de Victor Conde se sitúa a medio camino del gran
musical (sin gran presupuesto) y de la representación de salón
(pero evitando en todo momento la cutrería). Es una postura que
agradecemos: ser consciente de lo que se tiene y jugar con ello, sin
pretender convertirse en el héroe de la historia ni desentenderse
confiándolo todo en los demás. Como Simeón le ha dejado abiertas
muchas posibilidades, Conde sabe exprimir todos los recursos. Y si
mencionábamos el buen trabajo de Serrat con las canciones, el de
Jorge Roelas con la adaptación también tiene su mérito. Los
diálogos son ingeniosos, punzantes y expeditivos. Vamos, lo que se
podría calificar como "muy gayers". Pero otro punto a
favor de la obra es que, sin renunciar a sus señas de identidad,
tampoco limita sus pretensiones a un determinado público, sino que
es apto para las masas.
El
protagonista de la función es Cayetano Fernández, de quien las
malas lenguas dirían que borda su papel de mal actor (y realmente su
escena del ensayo es hilarante), pero que en realidad está muy
ajustado como ese inocente muchacho que llega a la gran ciudad, no se
entera de nada y deja que sus sueños le lleven a vivir una
pesadilla. Fernández se luce con las canciones más "desgarradoras"
y cuando por fin puede interpretar "la mejor canción del
espectáculo" se muestra a la altura de las expectativas. Pero
aunque nominalmente el protagonista sea Fernández, en este Cabaret
hay uno de esos personajes que, bien resueltos, se van a hacer con
toda la atención. Y Ferrán González firma una Lullaby redonda. Es
un personaje que enseguida se calificaría como puro Almodóvar, y
que por tanto ha caído un poco en la parodia, pero Lullaby le da
carne y sentimiento, y también mucha gracia cuando se transforma en
una Norma Desmond sin glamour. Ignasi Vidal es el maestro de
ceremonias, un capullo muy seguro de sí mismo al que Vidal sabe
dotar de encanto y darle un perfil seductor hacia el público que
justifica su influjo sobre los otros personajes. Armando Pita, pese a
tener un personaje con menos espacio para el lucimiento, no desentona
en ningún momento y sabe adaptarse a las vicisitudes de su papel y
de la obra con flexibilidad.
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