Entre
las múltiples categorías en las que se puede dividir el teatro, hay
dos grandes corrientes que esquemáticamente calificaremos como
teatro de evasión y teatro comprometido, sobre los que no hacen
falta mayores explicaciones. Ambos son legítimos y, bien ejecutados,
pueden funcionar a muy diversos niveles (y, por supuesto, ambos
pueden dar lugar a mediocridades). Pero si tuviéramos que elegir,
nosotros nos quedaríamos con una mezcla de ambos, un teatro
entretenido e ingenioso, pero que además provoque reflexión e
incomode. Nada que perder es un gran ejemplo de este tipo de
propuestas que pretende plantear cuestiones (montones de preguntas,
ya incluso desde antes de que comience la obra), pero que no lo fía
todo al mero planteamiento ideológico, sino que también ofrece una
sólida propuesta dramática.
Y
eso que a veces la función puede parecer demasiado expositiva. Los
personajes, por otro lado bien definidos y con gran complejidad
psicológica, también adquieren la función de símbolos, como si
fueran la tesis, la antítesis y la síntesis, lo que puede añadir
en cuanto a elucubración moral, pero resta en cuanto a trasmisión
teatral: es difícil identificarse con un arquetipo. En una obra tan
filosófica (y que no se avergüenza de serlo) como Nada
que perder,
hasta los actores pueden cobrar forma de teoría. Tampoco ayudan a la
fluidez y la empatía el por momentos excesivo recurso a tirar de
datos. Además, es información que todos conocemos, y aunque no
viene mal tenerlos presentes, hay maneras más sutiles de
proporcionar este contexto. También hay algún momento en el que a
Javier García Yagüe se le va un poco la mano en lo tremebundo. La
escena entre la madre y el niño parte de una buena idea de puesta en
escena, una historia de terror cotidiana narrada como un cuento
clásico de miedo, pero el efecto final, por muy impactante que sea,
deja la sensación contraproducente de la exageración: la situación
ya es de por sí lo suficientemente terrible como para añadir
efectos.
Pero
estos escollos son fácilmente sobrepasados cuando nos metemos en
cuestión. Es admirable la progresión dramática lograda por QY
Bazo, Juanma Romero y García Yagüe. A partir de choques dialécticos
entre dos personajes sobre los que intercede un tercer elemento que
está y no está, que incordia y busca la simbiosis, una historia con
aspecto de thriller va desarrollándose en diferentes vectores que
enriquecen la comprensión y dibujan un panorama amplio y diverso con
pretensiones de resumir el estado actual de la nación, aunque sin
perder en la ambición el sentido de lo personal. A cada escena vamos
comprendiendo mejor la situación, pero al mismo tiempo aumentan las
preguntas, surgen más dudas que van de lo práctico, de lo
inmediato, a lo absoluto, lo moral. El planteamiento de "qué
haría yo en su lugar" se convierte en el verdadero leitmotiv de
la obra. Así, el espectador se ve absorvido por la intriga de la
obra en su sentido más convencional (qué pasó, quiénes son los
responsable, cómo acabará) mientras se debate entre disyuntivas
pragmáticas y éticas de difícil resolución.
Para
todavía mayor desasosiego, en lugar de dar tiempo a la reflexión y
la calma, Yagüe decide acelerar el ritmo al máximo, sin dar tiempo
a llegar a un acuerdo. Cada escena se sucede con el tiempo mínimo
otorgado a los actores para cambiar de vestuario, y desde que despega
la escena, ya no hay ni un segundo de respiro. No se suele decir,
porque suena un poco chorra, pero a nosotros nos sigue sorprendiendo
la capacidad de los actores no solo para aprenderse unos textos tan
largos y complejos, sino que por otra parte, en Nada
que perder hay
que añadir que no tienen tiempo para pararse a rememorar, todo lo
sueltan como un torrente, y encima tienen que encarnar a multitud de
personajes muy diversos sin apenas apoyos externos. Solo por eso,
todo nuestra admiración.
Pero
es que además, los actores están soberbios. Marina Herranz (que
cambia de edad a su gusto a lo largo de la función) tan pronto es
una jovial empleada que preferiría no saberlo como una despiadada empresaria que se las sabe todas. Precisamente esta escena, en la que
se entrena junto a un abogado para "flexibilizar" la
justicia es una de las mejores de la obra (nos hizo pensar en lo bien
que estaría una obra entera sobre un juicio, en el cine siempre
funciona y en teatro, bien realizado, tiene que ser toda una
experiencia). Pedro Ángel Roca empieza la obra al borde del colapso,
pero más tarde demostrará que puede dominar registros que van desde
la apatía total a la elegancia de lo sugerido, aunque casi en cada
momento prevalece esa angustia que es el sentimiento preponderante de
la obra. Javier Pérez-Acebrón también se mueve con soltura en
diferentes perfiles, que van desde un niño asustado a un padre que
todavía lo está más. Su alegato final, una explosión de desengaño
y rabia, evita la grandilocuencia gracias al verdadero sentimiento. Lo
que podría caer en la exposición de unas ideas manidas e
incoherentes, adquiere la fuerza y la contundencia de una verdad que
debe expresarse.
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