Las
escasas veinte páginas de La
señora del perrito
son un prodigio de sutileza en el que cada detalle cuenta, un
demostración de perspicacia psicológica solo al alcance de los
observadores más dotados, un dibujo preciso de las emociones humanas
en su manifestación más emocionante, en fin, una obra maestra que
no se acaba nunca. Teniendo en cuenta estas consideraciones, su
adaptación teatral se plantea como un reto de todo o nada: por un
lado, con estos elementos ya lo tienes todo para desarrollar una obra
memorable; pero por otra parte, es casi imposible estar a la altura
de Chéjov. Visto el resultado que obtuvo Brian Friel con El juego de Yalta, su aproximación nos parece ahora si no la única posible (a
Mikhalkov no le quedó nada mal Ojos
negros)
sí la mejor: una fidelidad absoluta al original y, sin alejarse de
su esencia, unos ligeros pero trascendentales añadidos que dotan a
la obra personalidad propia. Porque lo que no hay en el cuento de
Chéjov, o al menos no de manera tan marcada, es ese aire irreal, más
propio de un relato a lo Henry James, en el que la verdad y la
fantasía, lo vivido y lo imaginado, se entremezclan sin que quede
claro si lo que hemos presenciado ha pasado realmente o es solo un
juego. En este sentido, quedará en la memoria la preciosa escena en
la que el humo del tren que se acaba de marchar se convierte en una
niebla que envuelve a los personajes en su incertidumbre.
Desde
luego, ningún lugar más propicio para acoger una propuesta tan
íntima y cercana como La Guindalera. Juan Pastor ejecuta con suprema
elegancia una puesta en escena legítimamente chejoviana, casi
susurrada, siempre pertinente y de una fluidez mágica. Sin la
necesidad de exhibir su naturaleza teatral, pero consciente del
artificio, Pastor saca partido de las más recónditas posibilidades
escénicas para desarrollar un estilo sereno y matizado en el que ni
sobra ni falta nada. Por ejemplo, la inclusión de escenas musicales,
que parece haberse convertido en una molesta tendencia del teatro
actual, está aquí plenamente justificada. Las canciones que
interpreta Noemí Irisarri acompañada de Marisa Moro no son solo
bellas por sí mismas, sino que son plenamente coherentes con el
conjunto de la obra. Pastor dirige con una delicadeza quebradiza,
atento a mantener el tono adecuado en cada una de las escenas, sin
subrayados que minusvaloren al espectador y con una creatividad que
no busca el lucimiento personal, sino la integración de todos los
elementos.
Por
supuesto, la tercera pata de toda gran representación teatral tiene
que estar a la altura para que todo el invento no se venga abajo, y
en El
juego de Yalta
hay dos intérpretes soñados, nunca mejor dicho. El personaje de
Dimitri, una mezcla de pavo real y gato melancólico, es muy difícil
de atrapar en su ambigüedad. Por fuera es un extrovertido
conquistador, un hábil camelador superficial e intrascendente. Pero
en su interior es nada menos que un romántico, alguien insatisfecho
con su vida que busca algo más que la rutina de su vida acomodada.
Para expresar esta ambivalencia de manera creíble y compleja hace
falta ser un genio como Chéjov, pero encarnar este tipo tampoco es
tarea sencilla, y José Maya resuelve el envite con aparente
facilidad, como todo gran actor, sin esfuerzo visible. En la primera
parte encarna a ese vividor en busca de placer que se sabe todos los
trucos para conseguir sus fines sin mayores problemas de conciencia.
Pero progresivamente se irá transformando en una persona obsesiva,
en el cazador cazado que acaba por comprender, aunque bien que le
costará, que hay un bien mayor que se sitúa por encima de sus
intereses. Aun consciente del dolor, de la renuncia y de que supone
el fin de su vida apacible y sin emociones, no podrá resistirse a
convertirse en otro, o dicho de otra manera, a ser él mismo. En
momentos como su monólogo final Maya demostrará que ha capturado
por completo la esencia del personaje y que, también él, ha
completado la transfiguración.
En
otras ocasiones ya hemos loado exhaustivamente la cualidades
interpretativas de María Pastor, por lo que solo podemos añadir que
en El
juego de Yalta
demuestra una vez que es capaz de pasar por todos los tonos
interpretativos con la misma solvencia que siempre, jugando con todos
los recursos naturales y creativos que ofrece el oficio de actor a su
antojo. Su Anna, que sufre una progresión paralela pero opuesta a la
de Dimitri, va desde su inicial introspección hacia una expansión
que ni tan siquiera ella misma se creía capaz de realizar. Sumida
en la tristeza y la soledad, gracias a Dimitri comprenderá que puede
aspirar a algo tan abstracto como la felicidad, y que aunque esta sea
transitoria y difícil de lograr, habrá merecido la pena. Pastor
expresa todo este arco de sentimientos con la misma finura y saber
estar que impone la dirección. Pero algunos momentos de desmelene si
que nos provocaron el capricho de poder verla en una comedia loca en
la que, sin cortapisas dramáticas de ningún tipo, pueda dar rienda
suelta a la vis cómica que sin duda posee. De momento, esperamos con
ansia el próximo estreno de Tres
hermanas,
que se prevé apoteósico. Mientras tanto, si alguien tiene necesidad
de un buen chute de puro teatro, ya lo sabe, seguro que en La
Guindalera obtendrá lo que necesita.
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